Son las siete de la mañana de un jueves cualquiera para Martha, la señora que tiene una bodega al frente del portón de la Videna.
El clima es demasiado caluroso para ser otoño, y muy frío
para ser abril.
Las mañanas de Martha son casi siempre iguales. Ver pasar
colegiales cogidos de las manos de sus padres. Oficinistas con el pelo mojado
cargando mochilas que parecen ser pesadas. Mototaxistas yendo y viniendo en
todas las direcciones. Conductores de combis pisando el acelerador y levantando
polvo a su paso.
Martha está acostumbrada al bullicio matutino en su calle.
Sin embargo, esa mañana, esta mañana, al frente de su bodega
hay unos 30 hombres esperando que les abran la puerta de la Videna. Algunos de
ellos voltean a ver a Martha con pesadez. Varios de ellos lanzan grandes
bostezos mientras se apoyan en las paredes rojas que bordean el predio.
Martha los mira con extrañeza e indiferencia, sin saber nada
de ellos, sin siquiera imaginarse que esos muchachos están a punto de perder su
trabajo.
Se trata nada menos que del primer equipo profesional del
club Juan Aurich de Chiclayo, que atraviesa una situación crítica luego de ser impedido de participar
en el campeonato de ascenso del fútbol peruano.
Apoyados en el portón, los jugadores miran al suelo y
cuchuchean entre ellos. Se preguntan si alguien sabe algo, si hay alguna
noticia, si ya se dio el milagro de la salvación que les permita disputar el torneo
y cobrar a fin de mes.
En el equipo hay muchachos que apenas superan la mayoría de
edad, y otros que tienen un recorrido amplio en el balompié nacional. Estos
últimos son los más apesadumbrados, claro está.
Para liberar la tensión, uno de los más graciosos hace una
broma o suelta un comentario que genera risas entre los que lo escuchan. Pero
es una felicidad limitada, corta, como cuando alguien lanza una broma en un velatorio.
Ya dentro del predio, mientras se cambian para entrenar, la
cosa va mejorando un poco. Con el balón en los pies, los futbolistas -casi
siempre- se olvidan de todo. Pero hay quienes no tienen la suerte de entrar a
la cancha y jugar: el entrenador, su equipo de trabajo y las demás personas que
forman el plantel, no tienen más remedio que subirse bien la remera, apretar
los dientes y ponerse a trabajar. Aún sin saber si a fin de mes van a cobrar,
aún sin saber si al día siguiente seguirán teniendo laburo.
De cuando en cuando los que no juegan revisan el teléfono y
van a las redes sociales. Actualizan y nada. Entran a páginas informativas y
nada. No hay novedades. La incertidumbre carcome y hace tragar saliva más de lo
normal.
Durante el entrenamiento la cosa pinta bien. Hay breves
momentos en los que la ilusión vuelve a todos cuando los jugadores tiran un
buen pase, gambetean o rompen el arco con un zapatazo.
“Vamos a tomar cada entrenamiento con la seriedad del caso,
como si mañana jugáramos una final”, grita el entrenador, para evitar relajos,
para que los jugadores que, de pronto, agachan la cabeza, vuelvan a levantarla
y sigan corriendo y guerreando.
El entrenamiento va terminando y el clima tenso se vuelve a
sentir. “Nada, ¿no?”, se preguntan los jugadores cuando por fin pueden ver sus
teléfonos.
Algunos permanecen en silencio, pensando. Y el pensar los
mata, los hace imaginarse miles de escenarios. El peor, claro está, es en el
que se encuentran sin trabajo, sin la posibilidad de hacer lo que más que más les
gusta, y, todavía peor, sin la posibilidad de sostener a sus familias por un tiempo
indeterminado.
Finalmente, la práctica termina y cada uno va por su lado. Nadie
sabe si esta será la última vez que se ponen esa camiseta, pero el compañerismo,
en estos casos, sale a flote. Nadie se va sin recibir un abrazo o unas palmadas
en el hombro. Apoyarse entre ellos es lo que tienen. Lo único que les queda. Eso,
y la esperanza de que la pesadilla termine.
Hay momentos en el fútbol que demuestran cómo es la vida. De
qué trata cada minuto que pasamos en la tierra. Para el plantel de Juan Aurich,
este es uno de ellos.