jueves, 25 de abril de 2024

El momento de Juan Aurich

Son las siete de la mañana de un jueves cualquiera para Martha, la señora que tiene una bodega al frente del portón de la Videna.

El clima es demasiado caluroso para ser otoño, y muy frío para ser abril.

Las mañanas de Martha son casi siempre iguales. Ver pasar colegiales cogidos de las manos de sus padres. Oficinistas con el pelo mojado cargando mochilas que parecen ser pesadas. Mototaxistas yendo y viniendo en todas las direcciones. Conductores de combis pisando el acelerador y levantando polvo a su paso.

Martha está acostumbrada al bullicio matutino en su calle.

Sin embargo, esa mañana, esta mañana, al frente de su bodega hay unos 30 hombres esperando que les abran la puerta de la Videna. Algunos de ellos voltean a ver a Martha con pesadez. Varios de ellos lanzan grandes bostezos mientras se apoyan en las paredes rojas que bordean el predio.

Martha los mira con extrañeza e indiferencia, sin saber nada de ellos, sin siquiera imaginarse que esos muchachos están a punto de perder su trabajo.

Se trata nada menos que del primer equipo profesional del club Juan Aurich de Chiclayo, que atraviesa una situación crítica luego de ser impedido de participar en el campeonato de ascenso del fútbol peruano.

Apoyados en el portón, los jugadores miran al suelo y cuchuchean entre ellos. Se preguntan si alguien sabe algo, si hay alguna noticia, si ya se dio el milagro de la salvación que les permita disputar el torneo y cobrar a fin de mes.

En el equipo hay muchachos que apenas superan la mayoría de edad, y otros que tienen un recorrido amplio en el balompié nacional. Estos últimos son los más apesadumbrados, claro está.

Para liberar la tensión, uno de los más graciosos hace una broma o suelta un comentario que genera risas entre los que lo escuchan. Pero es una felicidad limitada, corta, como cuando alguien lanza una broma en un velatorio.

Ya dentro del predio, mientras se cambian para entrenar, la cosa va mejorando un poco. Con el balón en los pies, los futbolistas -casi siempre- se olvidan de todo. Pero hay quienes no tienen la suerte de entrar a la cancha y jugar: el entrenador, su equipo de trabajo y las demás personas que forman el plantel, no tienen más remedio que subirse bien la remera, apretar los dientes y ponerse a trabajar. Aún sin saber si a fin de mes van a cobrar, aún sin saber si al día siguiente seguirán teniendo laburo.

De cuando en cuando los que no juegan revisan el teléfono y van a las redes sociales. Actualizan y nada. Entran a páginas informativas y nada. No hay novedades. La incertidumbre carcome y hace tragar saliva más de lo normal.

Durante el entrenamiento la cosa pinta bien. Hay breves momentos en los que la ilusión vuelve a todos cuando los jugadores tiran un buen pase, gambetean o rompen el arco con un zapatazo.

“Vamos a tomar cada entrenamiento con la seriedad del caso, como si mañana jugáramos una final”, grita el entrenador, para evitar relajos, para que los jugadores que, de pronto, agachan la cabeza, vuelvan a levantarla y sigan corriendo y guerreando.

El entrenamiento va terminando y el clima tenso se vuelve a sentir. “Nada, ¿no?”, se preguntan los jugadores cuando por fin pueden ver sus teléfonos.

Algunos permanecen en silencio, pensando. Y el pensar los mata, los hace imaginarse miles de escenarios. El peor, claro está, es en el que se encuentran sin trabajo, sin la posibilidad de hacer lo que más que más les gusta, y, todavía peor, sin la posibilidad de sostener a sus familias por un tiempo indeterminado.

Finalmente, la práctica termina y cada uno va por su lado. Nadie sabe si esta será la última vez que se ponen esa camiseta, pero el compañerismo, en estos casos, sale a flote. Nadie se va sin recibir un abrazo o unas palmadas en el hombro. Apoyarse entre ellos es lo que tienen. Lo único que les queda. Eso, y la esperanza de que la pesadilla termine.

Hay momentos en el fútbol que demuestran cómo es la vida. De qué trata cada minuto que pasamos en la tierra. Para el plantel de Juan Aurich, este es uno de ellos.



 

jueves, 30 de marzo de 2023

LA PENSIÓN

LA PENSIÓN

Llegué a Piura una mañana nublada de marzo del 2009, junto a mi madre. Ni bien salimos de la agencia de buses buscamos un taxi hacia la dirección que a ella le habían dado. Muchos de los taxistas nos veían con nuestras maletas y querían aprovecharse con el precio. Finalmente, uno accedió a llevarnos por 10 soles, que era lo que teníamos presupuestado.

Sin embargo, a medio camino, el taxi se averió en plena avenida Sullana.

Mi madre increpó al chofer por tener su vehículo en mal estado. Le advirtió que no le pagaría ni un sol. El hombre sonrió nervioso y aceptó sin discutir.

Pese al incidente, yo solo pensaba en que tenía hambre.

Bajamos del auto averiado y, felizmente, el mismo taxista nos ayudó a tomar otro carro, que nos cobró solo 5 soles. “Salimos ganando”, me susurró mi madre, mostrando una sonrisa pícara.

Cuando llegamos al condominio, un guachimán se apresuró a ayudarnos con las maletas.

“¿A qué casa van?”, consultó.

“A la casa de la señora Liliana Sinóvac”, le respondió mi madre.

“Es por acá”, contestó el vigilante.

Nos condujo por un camino hecho de piedras lisas, grises y rojas, rodeadas de jardines y casas con diseños peculiares.

De pronto, un perro salió ladrando de una de ellas, dándome un susto tremendo.

“¡Saque, saque!”, le dijo mi madre, haciendo el ademán de coger una piedra.

“No hace nada, no muerde”. Una voz nos sorprendió desde una de las ventanas de la casa de donde salió el perro.

Pese a que la ventana estaba enmallada, pude distinguir a una mujer joven, de unos treinta años, vestida con el uniforme de un banco. Al ver mi rostro asustado, me sonrió, como disculpándose por su irreverente mascota.

Me sonrojé y miré de reojo a mi madre, quien mantuvo la mirada firme.

Seguimos caminando y finalmente llegamos a la casa indicada. Era un edificio de concreto pintado de blanco, con pequeñas ventanas rectangulares que tenían marcos de madera y cortinas blancas.

El vigilante tocó el timbre y se despidió con amabilidad.

“Muy agradecida, Dios lo bendiga”, le dijo mi madre, a lo que el hombre respondió con una leve reverencia.

De pronto, la puerta tronó y de golpe, un hombre mayor, de test blanca y escaso cabello se apareció ante nosotros con una gran sonrisa.

“Buenos días, soy Dusan Sinóvac”, nos dijo. “Pasen, bienvenidos”, agregó, haciendo un ademán para que entremos.

Debo confesar que estaba nervioso. En ese momento no era más que un chico de 16 años, tímido y con pocos temas de conversación. Por eso, me demoré más de la cuenta cargando las maletas, esperando no ser testigo de la tensión inicial de quienes recién se conocen.

Ya acomodado en el mueble, pude observar mejor el interior de la casa. La sala estaba llena de aparatos de madera que parecían sencillos, pero que seguro -pensaba yo- eran caros. En las paredes lucían grandes pinturas donde primaba el color celeste y las referencias al mar y al verano. Pude notar que todas las obras tenían una firma común en la parte inferior derecha. Intenté acercarme para tratar de reconocer la rúbrica, pero me resultó muy lejano.

“Comunicaciones, ¿verdad?”, me preguntó de pronto el hombre.

“Sí, señor, esa es la carrera”, contesté torpemente. Iba a agregar un relleno a mi respuesta cuando, de un momento a otro, apareció detrás de una pared una mujer morena de cabello dorado y lentes de media luna.

Era la señora Liliana, imaginé, con quien nos habíamos contactado.

Sin inhibirse, se nos acercó a mí y a mi madre y nos saludó con un beso y un abrazo, como si nos conociera de toda la vida.

Después de presentarnos y firmar el contrato de alquiler, la señora Liliana nos invitó a pasar a la pensión universitaria donde yo iba a alojarme.

Atravesamos una mampara hacia un patio lleno de plantas coloridas. Luego, llegamos a una escalera escondida detrás de un muro y subimos a la segunda planta, donde pude notar hasta tres habitaciones contiguas. Aunque todas tenían las puertas cerradas, se escuchaba un sonido diferente dentro de cada una.

Fuimos avanzando por un pasillo y, casi al llegar al fondo de este, la señora Liliana abrió la habitación y con un además de manos nos hizo pasar.

“Es el segundo cuarto más grande que tengo. Es perfecta para estudiar, fresca y silenciosa”, comentó.

Lentamente fui ingresando al aposento y ya con mis cosas adentro, pude echarle un vistazo. Era un cuarto amplio, con una ventana en la parte central que, pese a que estaba tapada por un gran algarrobo, permitía la entrada amplia de luz natural. El closet también era ancho y con numerosos cajones. Junto a la cama había una mesa de noche, y encima, una lámpara de color negro, que tenía atada un lazo verde que tenía una frase impresa: “All you need is love”.

En el baño pude advertir una generosa tina. “Perfecto para el calor piurano”, pensé. “Acá definitivamente tengo que meterme con una chica, si es que consigo chica, claro”, aluciné. Me reí para mis adentros.

“Bueno, acá les dejo la llave. Estaré abajo, cualquier cosa me avisan”, nos dijo la señora Liliana, cerrando la puerta tras de sí.

Mi madre me miró y me preguntó: “¿Te gusta?”.

“Me encanta”, le dije.

Ella sonrió complacida. Luego, caminó hacia la ventana y, tras correr las cortinas, se quedó mirando el algarrobo. Parecía pensativa.

Solo atiné a sentarme en la cama y mirar mi celular. 

“Te voy a extrañar hijo”, lanzó de pronto.

En ese momento no lo sabía, pero ese cuarto iba a ser testigo de miles de circunstancias que cambiarían mi vida. Viviendo lejos de mi madre y mis hermanos, conociendo gente nueva y aprendiendo.

Allí, en esa pensión piurana, además de forjar mi profesión, forje parte de mi carácter. Celebré victorias y lloré de derrotas. También, claro está, conocí el amor banal, el carnal y el verdadero. Pero sobretodo, en esa pensión, se quedó parte de mi alma y mis recuerdos, porque estoy seguro que allí pasé una de las mejores etapas de mi vida.


domingo, 24 de abril de 2022

Así naciste, Lucia

El día que naciste en realidad no era el día en el que habíamos planeado que nazcas. Llegaste de improviso un día jueves.

En la mañana fuimos en ayunas a sacarle una prueba de hemograma a Mathías, porque tu hermano andaba inapetente desde hacía semanas y estábamos preocupados. La sola idea que tuviera parásitos en sus tripas nos aterraba.

Terminamos ese ajetreo a las diez de la mañana, más o menos. Pensamos ir a desayunar a la casa de mi madre, tu abuela, pero justo ese día, como ya sabrás, era el cumpleaños de mi mamá Olinda; la madre de mi padre. Por eso, todos estaban en la iglesia, en una misa por su onomástico. Entonces decidimos que debíamos regresar a Lambayeque a ver qué comíamos.

Durante el camino debatíamos junto a tu madre si comprábamos pan o íbamos a un restaurante. Fue curioso que en plena carretera viéramos a la señora de la bodega en la partera trasera de una motocar. Tenía la mirada perdida, parecía triste. Tu mamá, pilla, quiso asomarse por la ventana para preguntarle si aún tenía pan, pero finalmente desistió de hacer esa travesura.

Cuando llegamos a Lambayeque tomamos la decisión de desayunar en el café Monteverde. Quizás no lo sabes, pero ese fue el lugar donde le pedí a tu madre que sea mi novia. Ahora que lo pienso, fue una señal que hayamos vuelto a ese lugar justo ese día. Desayunamos jugos de fresa con leche, panes con pollo y café.

Al golpe del mediodía recién llegamos a casa. Estábamos agotados para hacer el almuerzo, y obviamente no iba a pedirle a tu mamá que cocine, peor aun sabiendo que a las tres de la tarde teníamos cita de control con el ginecólogo.

Bastó una llamada para que tu mamá convenciera a tu abuela Sonia de que nos invite el almuerzo. Y como sabrás, tu abuelita jamás nos niega una comilona. Menos aún si sabía que iríamos con su engreído, Mathías.

En el intervalo antes de ir a la casa de tus abuelos, tu mamá y yo nos sacamos las zapatillas y nos echamos en la cama a mirar el techo. De pronto ella volteó la mirada, pícara, y me besó. Felizmente, Mathías veía dibujos en la sala, y no escuchó el ruido que hicimos en la habitación, y que quizás, pienso yo, terminó estimulando tu nacimiento improvisado.

Durante el almuerzo tu mamá estaba rara. Aquejaba dolores en su barriga que yo minimizaba con un movimiento de manos, pero que a tu abuela Sonia la hacían asustarse. Casi ni comió del pánico. Por eso, ni bien terminamos de comer nos apuró en ir a la consulta. “Vayan rápido, tengo miedo, ay Señor, ¡Rápido!”, nos dijo antes que nos vayamos.

Cuando llegamos al doctor, tu mamá seguía con los dolores. Yo pensaba que era normal, ni siquiera rondaba por mi cabeza lo que pasaría en las siguientes horas. Soy una persona metódica, y recordaba muy bien que el doctor nos había dicho que tu nacimiento estaba programado para el 30 de mayo. Por eso, me mantenía tranquilo y confiado en que lo de tu mamá no eran más que cólicos pasajeros o dolores intestinales.

Pero cuando entramos al pequeño consultorio del doctor todo cambió. El ginecólogo tomó los signos vitales, y al ver lo elevada de la presión de tu madre, nos dijo: “Señora, descanse por diez minutos. Si su presión sigue alta, hoy mismo haremos la operación”.

Recuerdo que esas palabras hicieron que mi estómago se retorciera, y me dieron ganas de orinar. Algo dentro de mí sabía que tu presión no iba a descender, así tu madre descansase una hora. Por eso, los diez minutos me parecieron una eternidad. Me la pasé revisando mi celular y limpiando mis manos llenas de sudor.

Cuando pasó el tiempo indicado, entramos nuevamente al consultorio, y al ver que la presión no había bajado, el docto sentenció: “Listo, hoy te operamos, hoy vas a dar a luz”.

En ese momento tuve el primer mini infarto de la tarde. Los labios del galeno seguían moviéndose, pero mi mente estaba volando. ¿Estaba asustado? Estaba muerto de miedo. La mano de tu madre cogiendo mi brazo me despertó del letargo y rápidamente empecé a seguir al pie de la letra todas las indicaciones que el médico nos dio.

Entre ir a Lambayeque, coger a la volada las cosas que íbamos a necesitar (pañalera, cobijas, ropas y demás) e ir a clínica, pasaron alrededor de dos horas. Cuando llegamos a la clínica, mi mamá ya estaba allí, junto a tu tía Angela y tu tío Andreé. Me puse en la fila de admisión para registrar el ingreso de tu madre, y me impacientó que la señora que estaba delante de mí hablara con una lentitud exasperante. Finalmente, nos registramos y subimos al cuarto piso.

Ya en el cuarto, dos enfermeras se acercaron a nosotros y empezaron a alistar a tu madre para la operación. Le pusieron una bata, sonda venosa y la echaron en la camilla. Al ver a Daisy allí, tendida y con los ojos cerrados, tuve el segundo mini infarto de la tarde. Sentí que ya no había vuelta para atrás. En verdad estaba sucediendo. Solo faltaban minutos para que todo ocurriera.

Subimos con tu madre a sala de operaciones, y tuve que esperar lo que me pareció una eternidad para que me dejen entrar. Una enfermera me dio un traje celeste, me colocó un gorro y botas quirúrgicas, y me hizo ingresar a un salón bien iluminado.

En medio de esa habitación, tres personas estaban alrededor de Daisy, con bisturís en mano y mangueras. Junto a ellos, más atrás, dos mujeres hablaban y reían como si nada pasara, como si este fuera un día más en sus vidas, ajenas al gran capítulo que el destino estaba escribiendo delante de mí. Ellas no se daban cuenta que yo estaba presenciando el milagro de mi vida, uno de los días más felices de mi existir.

Recuerdo que en la radio se escuchaba la canción You’re All I Need, de Mötley Crüe. Quizás este último sea un dato menor, pero pienso que talvez te gustaría saber qué música sonaba mientras nacías.

Saqué mi tablet y mi celular y comencé a grabar y a tomar fotos. Pero de pronto, de la nada, con la magia con la que un mago que saca un conejo de un sombrero, con la sencillez con la que un hombre enciende el motor y pone a andar su carro, y con la frescura de quien prende un cigarro e inhala, el doctor te sacó de la barriga de tu madre y te elevó hacia mí.

“Saluda a tu papi, hola papi”, gimoteó el galeno. Mientras, tú exclamaste tu primer llanto, y mi corazón sufrió tu tercer y último mini infarto de la noche. Naciste.

Luego te limpió, y te deslizó hacia el pecho de Daisy. Me acerqué y allí estabas, envuelta en grasa. Tus ojos estaban cerrados, y tu respiración era muy larga. “¿Será normal eso?”, pensé. Una pediatra te  envolvió en una manta, te puso en una balanza y comenzó a anotar tu peso y tu talla.

Luego, junto a las demás enfermeras, te limpiaron y te pusieron en una cuna. Salimos del cuarto y dejamos a tu madre en la camilla, pues aún estaban terminando la operación. Ya en el otro ambiente, la doctora me empezó a hablar de los cuidados que debíamos tener. Su boca se movía y yo trataba de concentrarme, pero mi mente solo atinaba a observarte con detenimiento.

Eras una miniatura, la ejemplificación más exacta de la palabra angelical. Mientras te veía, toda mi vida corría por mi mente a mil por hora. Todas las cosas que pasé, todo lo que viví, todas las cosas por las que luché, e incluso las pocas victorias que conseguí, ya eran menos que tú. Porque desde ese momento, hija querida, mi linda Lucía, te convertiste en mi más grande éxito, en el núcleo de mi alma. Desde ese día, mi vida pasó a ser tuya, para siempre.






jueves, 23 de abril de 2020

Volar


El rayo de sol entrando por la pequeña rendija de la cortina hizo que abriera los ojos de forma pesada. Ni bien me incliné para levantarme sentí un dolor fuerte en la espalda, y recién en ese momento me di cuenta que me había quedado dormido en el incómodo mueble de la sala.

Vi la hora: nueve y veinte minutos. “Un poco más temprano de lo normal”, pensé. Ya no era raro que me quedara dormido en lugares extraños. La sala se había convertido en una extensión inapropiada de mi dormitorio, que también había llegado a ocupar terreno en la cocina y hasta en el patio, donde dos o tres veces pasé la noche para aplacar el calor de marzo.

Era el día treinta de la cuarentena y yo estaba feliz. Sí, feliz, pese a que ya había perdido toda esperanza de vida, y a pesar de que mi pequeño apartamento se había convertido en mi propia cárcel, en mi exilio personal, en mi muerte a cuentagotas. Sin embargo, el contraste entre lo que ocurría en el mundo y mi estado de ánimo no era imposible de explicar.

A esas alturas ya se habían acabado todas las botellas de cerveza, whisky, vino y pisco que durante años había guardado en la alacena para “ocasiones especiales”. También había realizado todos los tutoriales de postres y platillos de Youtube que me habían parecido interesantes en épocas de antaño, y que había guardado en una carpeta de pendientes que, siendo sincero, jamás pensé abrir. Sin embargo, tenerlos almacenados allí siempre me había parecido una buena manera de creer que en algún momento de mi vida en el que no tuviera absolutamente nada más qué hacer, no me quedaría en el aire, no me perdería en un aburrimiento absolutamente vacío, sino que más bien, me alegría de tener tareas programadas.

Bueno pues, ese momento llegó con el inicio de la cuarentena. Y de hecho hubo algunos días en los que esas recetas me dieron vida. Me entretuve pensando en las formas en las que podría hacer, por ejemplo: pizzas, pan, panqueques, arroz con mariscos, mazamorra, entre otros platillos y postres que siempre quise aprender a cocinar pero que por falta de tiempo y real interés no había podido.

Me divertí yendo a comprar al mercado los ingredientes necesarios para hacerlos. Caminé por las calles sintiéndome como en una película apocalíptica con mi mascarilla puesta, viendo a los militares andando de arriba abajo con sus rifles en el pecho, los diversos negocios cerrados, la gente haciendo cola para comprar insumos básicos… Una parte de mí –muy egoísta, obviamente- siempre había querido pasar una experiencia como la del maldito coronavirus, pese a todas las pérdidas humanas que esa enfermedad había traído consigo.

No obstante, ese ímpetu de creerme chef y de poder vivir experiencias parecidas a las películas del fin del mundo que tantas veces había visto se fueron desvaneciendo rápidamente. Pasadas dos semanas, empecé a conformarme con jamar un arroz con huevo o tomar no más que un jugo de papaya o una taza de avena.

Así, poco a poco, mi cabeza empezó a calentarse. Comencé a revivir recuerdos y capítulos de mi vida que creía ya haber enterrado, entré en un trance mental, y mi propio yo poco a poco se convirtió en mi peor enemigo. No soy tonto: claro que me di cuenta que necesitaba ayuda profesional, y por eso no dudé en llamar a Mari, mi psicóloga. Y ella, tan comprensiva, tan plausible, tan cálida como siempre, me escuchó durante horas en el teléfono. Cada vez que tenía una crisis la llamaba y ella me contestaba, incluso de madrugada. Ella fue, durante varios días, mi única fuente de distracción y el oasis de mis desérticas tormentas mentales.

No obstante, con el pasar de los días y para mi sorpresa, Mari empezó a estar ausente. Ya no me atendía las llamadas y cuando lo hacía se limitaba a responder con palabras vagas como: “bien”, “entiendo”, “tranquilo”, “okey”. Todo se acabó la tarde del domingo de la semana pasada, cuando me replicó cortante y fría, como nunca lo había hecho: “Hasta acá llegamos, mis problemas me han superado y ya no te podré ayudar, al menos durante esta cuarentena. Y no importa el dinero que me pagues, carajo”.

Estaba jodido y mi yo interior -el maldito pensador que no me dejaba en paz ni de día de noche- lo sabía, y estaba seguro que él usaría toda su artillería de recuerdos punzantes contra mí.

Por eso, hice uso de mi último recurso, algo que había dejado hace muchos años y que juré jamás volver a tocar: busqué mi bolsa de cannabis y de forma desesperada me armé un porro. Ni bien sentí el humo vegetal recorriendo mi cuerpo y llegando hasta los pulmones me sentí decaer: sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero qué más podía hacer para aplacar esa ola de psicosis espiritual. En esa soledad infinita no había otra solución, no había otro camino.

Con el pasar de los minutos y entre toque y toque, me di cuenta que no me equivoqué. Prendí el televisor y vi que estaban dando El chavo del ocho, y reí como nunca lo había hecho de las payasadas de Kiko, las frases célebres de Don Ramón y las vicisitudes bizarras de esa bendita vecindad. Me faltaba risa para aplacar mi éxtasis de felicidad, y así empecé a pernoctar donde me agarraba la noche.

Con la marihuana en mi cuerpo, mi otro yo fue muriendo, y los recuerdos protervos fueron reemplazados por alas que me llevaron a lugares exóticos, sitios donde jamás estuve y donde sobrio seguramente jamás llegaré. Volando me di cuenta que la pesadilla que vivía el mundo era pasajera y que lastimosamente, el ser humano se repondría para seguir haciendo de las suyas en la Tierra, y también me di cuenta que con o sin el maldito coronavirus, nunca más quería dejar de volar.



viernes, 27 de marzo de 2020

Un cumpleaños


David Guevara, escribidor noctámbulo, católico poco practicante, maestro de deudas, inteligente en sus ratos libres, soñador perspicaz, pensador obsesivo, abre los ojos y se queda mirando el techo azul de su dormitorio un 26 de marzo a las tres de la mañana. Por su cabeza se repiten escenas de su corta niñez, su aburrida adolescencia y su plausible juventud. Todos esos recuerdos son muy vivos justo ese día, el día de su cumpleaños.

Recuerda que fue el primer hijo varón en su familia, y que eso, alguna vez, hizo muy feliz a su papá. “Tiene unos huevos descomunales”, solía decir su progenitor cuando le preguntaban alguna característica de su nuevo retoño. No obstante, conforme fue pasando el tiempo, David Guevara demostró que sus genitales no necesariamente manifestaban que era un macho de hombría desbordante, tal como su padre hubiera querido, sino todo lo contrario. David había heredado el carácter y humor de su madre: blando, callado, medroso. En el colegio solían tratarlo como monse, como sonso, y a David le costaba defenderse. Sin embargo, la peor decepción de todas fue cuando su padre lo vio jugar un partido de fútbol. En la cancha, David era empeñoso y lo dejaba todo en cada jugada, pero su falta de destreza y habilidad, su poco ingenio para avivarse y ganar las pelotas divididas, hicieron que su padre lo desterrara tácitamente para siempre.

A pesar de esto, con el pasar de los años, han sabido lamer asperezas, e incluso David podría asegurar en este momento que su relación ya no es tan conflictiva. Podría asegurar, incluso, que en medio de sus diferencias, han sabido encontrar un punto de encuentro, un oasis de entendimiento que los ha llevado a dejar de lado sus propios orgullos y, de vez en cuando, demostrarse algo parecido al amor.

La historia con su madre era la otra cara de la moneda. Desde bebé, ella solía decirle: mi príncipe azul, mi ternurita, mi querubín, mi flaco, mi tesoro; y él le respondía con besos en la mejilla y cartitas de amor hechas con lápices de colores. No obstante, eso no impidió que su mamá también le imbuyera en la época colegial las enseñanzas bíblicas de antiguo y nuevo testamento, lo obligue a asistir a la misa interdiaria, a confesarse semanalmente, a participar en jornadas espirituales y a recibir los sacramentos de la religión católica. Las cosas cambiaron un poco cuando Diego fue a la universidad, su relación se volvió más frívola, más distante, ya no se necesitaban con tanto fervor. Pero a pesar de las vicisitudes, nunca han dejado de ser amigos y de quererse implícitamente.

David Guevara sabe que sus padres han hecho mucho por él en los últimos 28 años, es consciente de que han trabajo duro para que no le falte un plato de comida o ropa o algún engreimiento propio de su juventud. Pero con todo lo que ha leído y ha sabido aprender sobre el amor y las relaciones de pareja, ha llegado a la extrema conclusión de que sus padres jamás debieron casarse, nunca debieron dejar que la relación tóxica que primaba en sus vidas llegue hasta el altar, y menos aún se concrete con cuatro hijos. Es un error que David sabe, no debieron cometer, pese a que ello implique afirmar su propia hipotética inexistencia. Las peleas, la separación y el posterior divorcio fueron hechos que marcaron a David y a sus hermanos, que terminaron creciendo con un semblante taciturno y apagado, y una inseguridad en sí mismos constante que, al menos a él, le ha jugado malas pasadas.

Son las tres de la mañana y David cierra los ojos y trata de volver a dormir, hasta que siente que tocan su mano y recibe un nimio cariño en sus dedos. Voltea la mirada y ve a su novia junto a él. Cuando está dormida, sus labios se separan ligeramente uno del otro, sus cabellos zambos se desordenan más de lo normal, y su maquillaje ha desaparecido por completo. Al dormir, ella muestra su naturalidad máxima, es ella tal cual, sin caretas ni adornos, y David la ama así. En ese momento, sabe que ella es la inspiración más grande de su bizarro existir, sabe que a pesar de todas las dificultades que ha tenido que pasar, a pesar de todas las decepciones que ha sufrido, a pesar de las lágrimas que ha derramado, y a pesar de todo lo que le espera por recorrer, en ese instante la vida tiene sentido.

La vida tiene sentido cuando ella está allí, con su risa pegajosa, su mirada coqueta y sus rulos elocuentes. No importa nada si ella lo abraza y le dice que lo ama y lo besa en el cuello y en la oreja. Importa poco el pasado cuando ella le confiesa que está enamorada de él y que quiere pasar así el resto de su existir. La vida tiene mucho sentido cuando David voltea a verla, le devuelve el cariño en sus dedos y poco a poco, va olvidando las pesadillas que acaba de padecer, y se va quedando dormido, sabiendo que dentro de unas horas, toda su familia llegará a visitarlo para cantarle el cumpleaños feliz.






martes, 24 de marzo de 2020

Solipsismo en cuarentena


Yo tengo la puta culpa. Y en serio perdóneme. Todo ha salido de mi maldita cabeza. Es la suma de películas, libros y series de zombis, guerras mundiales y fin del mundo que he visto y leído desde mi adolescencia. Finalmente todo lo que gira constantemente en mi cerebro se ha vuelto realidad y los he jodido a todos.

Porque de verdad, estoy seguro que nada de esto puede ser casual. No puede ser una mera eventualidad que todo lo que alguna vez idealicé se esté volviendo realidad: ciudades enteras cerradas, fronteras clausuradas, países militarizados, y una enfermedad mortal asechando a todos los seres humanos.

Todo, todo lo he creado yo. Mi cerebro y yo. Hoy más que nunca estoy seguro que el solipsismo existe en mí y por eso todo lo que estoy y estamos viviendo ha salido de mi imaginación. De mi perturbada e hilarante creatividad, que no me permite ver más allá de catástrofes mundiales y apocalipsis constantes. Es el guion de mi vida, las líneas de mi existir, la película que se repite y se repite en mi cabeza.

Perdón mamá, por obligarte a quedarte en casa y no poder ir a la misa que tanto adoras ni a las reuniones de tu comunidad donde, junto a tus amigas santurronas, te entregas en cuerpo y alma a los escritos de la biblia. Perdón hermanas por hacer que se queden en sus departamentos sin poder salir a trabajar. Perdóname papá por quitarte la dosis de workaholic que necesitas para sentirte vivo, y sin la que corres riesgo de volverte loco, sé que por mi culpa tendrás que volver a usar tus numerosas pastillas para dormir y para la ansiedad. Discúlpame hermano por no permitirte seguir yendo a tus clases en la universidad, donde además de estudiar analizas en cuerpo y alma a todas tus compañeras de ciclo. Perdóname, Daisy querida, por hacer que estemos separados en tiempos estos tiempos donde nuestra relación está tan colmada de besos, abrazos y orgasmos. Perdón al mundo en general por inventarme todo esto y hacerlo mi realidad.

¿La solución? La veo muy lejana. Porque a pesar de todo lo que ya está pasando, aún sigo terco. Sigo leyendo las mismas obras, viendo las mismas películas y dejándome influenciar por guionistas y artistas de humor negro, sátiros sin remedio, que mueven mi mundo como marioneta.

No obstante, voy a poner de mi parte.

Les juro a todos que a partir de ahora voy a llenarme de material más humano, lo políticamente correcto, lo adecuado para todos. Una parte de mí sabe que también lo deseo, aunque no puedo dejar de disfrutar un poquito que todo mi mundo se haya ido al carajo, y que el único culpable -tácito- sea 
yo.

Les prometo que voy a esforzarme por cambiar esto, por tener estados mentales más propios y adecuados a la misma esencia de ser humano, aunque ello implique cambiar mi rutina por completo.



lunes, 9 de marzo de 2020

La venganza


Aquel día fue cuando sucedió todo, fue cuando me convertí en asesino. Lo recuerdo bien: eran las seis de la mañana cuando un tremendo bullicio me despertó. En la calle una mujer gritaba que su perro había muerto, que alguien lo había matado. Que el asesino podía ser su ex novio, pero sospechaba de todos nosotros, sus vecinos.

Me puse un abrigo y salí al vestíbulo del edificio con modorra. “¿Ya han llamado a la policía?”, le pregunté a la señora Genoveva, que vivía a dos puertas de mi casa. “Yo misma la he llamado. Deberían llevarse a la cárcel a esta mujer, está loca. Jode y jode todo el santo día”, me respondió la señora Genoveva, que llevaba unos pavorosos ruleros.

La mujer permanecía arrodillada en la puerta de su casa y sollozaba mientras tenía en sus brazos al animal muerto. Gimoteaba y de vez en cuando gritaba groserías o miraba a las casi diez personas que estaban alrededor de ella como si nosotros fuéramos los homicidas.

“¡Qué chucha miran!”, nos gritaba.

Pasados algunos minutos, la gente empezó a dispersarse y sin darme cuenta fui el último que se quedó a su lado. Me puse en cuclillas y acaricié con cuidado las orejas del pastor alemán. Se llamaba Manolín, lo había visto orinando un par de veces afuera del departamento de su dueña.  

“¿Qué ha pasado?”, le pregunté a la chica, que llevaba puesta una bata de color plateado.

“Salí a ver a Manolín y lo encontré así, muerto”, contestó a regañadientes. “Acá ha habido un asesinato, alguien le ha dado de baja”, concluyó, y volvió a llorar.

Me fijé en el animal. La cabeza del perro estaba llena de sangre y a duras penas se veían sus ojos.

La policía llegó en una camioneta vieja que parecía sacada de una película de acción de los años ochenta. Su sirena estaba apagada, pero las tremendas luces azules y rojas hicieron que la mujer y yo nos tapemos los ojos.

“¿Qué pasó señorita?”, preguntó uno de los policías, el de tez morena, a penas bajó de la camioneta.

“Han matado a mi perro, ha sido un choro, o alguno de estos vecinos de mierda que tengo”, esputó la joven.

“Cálmese por favor. A ver, hay que entrar a revisar el domicilio y determinar si hubo robo”, le dijo el oficial a su compañero, mientras bajaba del auto.

“¿Usted es su esposo?”, me preguntó el policía.

“No, soy su vecino, varios nos levantamos por los gritos de la dama”, le respondí, sonrojado.

“Ya, ya… señorita, haga el favor de acompañarme a su domicilio para verificar si hubo robo”, le dijo el oficial a la chica, mientras sacaba una libreta azul.

“¿Y mi perro?, no lo puedo dejar así. ¡Exijo justicia comandante!”, señaló la señorita.

“Acá mi compañero Gonzáles está gestionando para que se lleven a su mascota señora al laboratorio. Acompáñeme a su domicilio mientras me brinda sus datos”, le dijo el policía.

Refunfuñando, la chica se puso de pie y siguió al policía. Sin mirarme, me cogió del brazo y se apoyó en mí mientras andaba. Me sentí aturdido. Pensé que lo mejor habría sido irme del lugar con el resto de los vecinos. Pese a eso, el perfume olor a piña de la chica me entusiasmó.

“Nombre completo”, preguntó el policía.

“Tatiana Logger García”, contestó la mujer.

“Dirección actual”, volvió a preguntar el oficial.

“Acá mismo pues huevón, ¿no ves?”, gritó la mujer.

El policía quiso responderle, pero su compañero lo detuvo haciéndole un visaje.

“Señorita, ya detecté que no hubo robo, acá ha habido un ensañamiento con el animal. Sólo le queda 
calmarse y mañana a primera hora hacer la denuncia respectiva”, le dijo el policía que se apellidaba Gonzáles.

“Pero comandante…”, la chica iba a responder, pero el policía la cortó: “No soy comandante, estimada, soy capitán”.

Luego, los policías salieron del edificio, se subieron en la patrulla y se fueron, no sin antes orinar en las llantas traseras del vehículo estatal.

Me quedé con Tatiana y su perro muerto en el pasadizo. Luego, le ayudé a llevar al canino hasta su apartamento. Lo dejamos en medio de la sala y nos sentamos en el suelo. Vi el reloj: cuatro de la mañana. Faltaban cuatro horas para entrar al trabajo.

“Me voy a suicidar”, lanzó de pronto la mujer.

No supe qué decir, me quedé atónito. Ante la duda, preferí cambiar bruscamente de tema. “¿Tienes café?”, le pregunté.

Me quedó mirando alelada y por primera vez pude ver sus ojos, que con la luz tenue se habían tornado bermejos. Su mirada parecía disiparse en la penumbra de la noche y las manchas de sangre de sus manos se habían secado. Por el estado de su piel, calculé que Tatiana era dos o tres años mayor que yo. Antes de volver a subir a mi departamento, le di unas palmoteadas en la espalda, y me fui con discreción.

Lo que la chica nunca sabrá. Lo que la policía ni los vecinas jamás sabrán es que había sido yo. Sí, yo maté a Manolín. Obviamente fui muy discreto, nadie me vio.

Tuve una buena razón. Lo hice porque el animal se comió a mi gata Esmeralda, y lo hice también porque sus ladridos me estaban causando serios problemas de insomnio.

Lo asesiné con calma y frialdad, calculando cada paso, cada respiro. Fue a sangre fría. Aunque eran las tres de la mañana, caminaba volteando para asegurarme de que nadie me miraba, pues estaba nervioso y era mejor ser precavido. Felizmente las cámaras del edificio jamás fueron reparadas después de las lluvias de hace tres años.

El animal dormía apoyado en la puerta de la casa de su dueña. De pronto, despertó y se puso en cuatro patas, listo para atacar. Pero yo había ido preparado, saqué mi arma y le disparé.

Nadie podría escuchar el disparo pues gasté un dineral en comprarle un silenciador que, en ese momento lo comprobé, era muy efectivo. El perro gemía y sangraba abruptamente, y hacía ruidos extraños. “Ahora pues, huevón, trágate esa bala, así como te tragaste a mi Esmeralda”, pensé. Luego levanté el arma y volví a disparar, entonces el perro dejó de moverse, y supuse que había muerto.

Solo en ese momento sentí que Esmeralda descansaba en paz, y respiré aliviado. Cansado, regresé a mi apartamento, guardé el arma, me acosté en el mueble de la sala y, al instante, me quedé dormido. Tres horas después, los gritos de Tatiana volvieron a despertarme.