Aquel día fue cuando sucedió todo,
fue cuando me convertí en asesino. Lo recuerdo bien: eran las seis de la mañana
cuando un tremendo bullicio me despertó. En la calle una mujer gritaba que su
perro había muerto, que alguien lo había matado. Que el asesino podía ser su ex
novio, pero sospechaba de todos nosotros, sus vecinos.
Me puse un abrigo y salí al
vestíbulo del edificio con modorra. “¿Ya han llamado a la policía?”, le
pregunté a la señora Genoveva, que vivía a dos puertas de mi casa. “Yo misma la
he llamado. Deberían llevarse a la cárcel a esta mujer, está loca. Jode y jode
todo el santo día”, me respondió la señora Genoveva, que llevaba unos pavorosos
ruleros.
La mujer permanecía arrodillada
en la puerta de su casa y sollozaba mientras tenía en sus brazos al animal
muerto. Gimoteaba y de vez en cuando gritaba groserías o miraba a las casi diez
personas que estaban alrededor de ella como si nosotros fuéramos los homicidas.
“¡Qué chucha miran!”, nos
gritaba.
Pasados algunos minutos, la gente
empezó a dispersarse y sin darme cuenta fui el último que se quedó a su lado.
Me puse en cuclillas y acaricié con cuidado las orejas del pastor alemán. Se
llamaba Manolín, lo había visto orinando un par de veces afuera del
departamento de su dueña.
“¿Qué ha pasado?”, le pregunté a
la chica, que llevaba puesta una bata de color plateado.
“Salí a ver a Manolín y lo
encontré así, muerto”, contestó a regañadientes. “Acá ha habido un asesinato,
alguien le ha dado de baja”, concluyó, y volvió a llorar.
Me fijé en el animal. La cabeza
del perro estaba llena de sangre y a duras penas se veían sus ojos.
La policía llegó en una camioneta
vieja que parecía sacada de una película de acción de los años ochenta. Su
sirena estaba apagada, pero las tremendas luces azules y rojas hicieron que la
mujer y yo nos tapemos los ojos.
“¿Qué pasó señorita?”, preguntó uno
de los policías, el de tez morena, a penas bajó de la camioneta.
“Han matado a mi perro, ha sido
un choro, o alguno de estos vecinos de mierda que tengo”, esputó la joven.
“Cálmese por favor. A ver, hay
que entrar a revisar el domicilio y determinar si hubo robo”, le dijo el
oficial a su compañero, mientras bajaba del auto.
“¿Usted es su esposo?”, me
preguntó el policía.
“No, soy su vecino, varios nos
levantamos por los gritos de la dama”, le respondí, sonrojado.
“Ya, ya… señorita, haga el favor
de acompañarme a su domicilio para verificar si hubo robo”, le dijo el oficial
a la chica, mientras sacaba una libreta azul.
“¿Y mi perro?, no lo puedo dejar así.
¡Exijo justicia comandante!”, señaló la señorita.
“Acá mi compañero Gonzáles está
gestionando para que se lleven a su mascota señora al laboratorio. Acompáñeme a
su domicilio mientras me brinda sus datos”, le dijo el policía.
Refunfuñando, la chica se puso de
pie y siguió al policía. Sin mirarme, me cogió del brazo y se apoyó en mí
mientras andaba. Me sentí aturdido. Pensé que lo mejor habría sido irme del
lugar con el resto de los vecinos. Pese a eso, el perfume olor a piña de la
chica me entusiasmó.
“Nombre completo”, preguntó el
policía.
“Tatiana Logger García”, contestó
la mujer.
“Dirección actual”, volvió a
preguntar el oficial.
“Acá mismo pues huevón, ¿no
ves?”, gritó la mujer.
El policía quiso responderle,
pero su compañero lo detuvo haciéndole un visaje.
“Señorita, ya detecté que no hubo
robo, acá ha habido un ensañamiento con el animal. Sólo le queda
calmarse y
mañana a primera hora hacer la denuncia respectiva”, le dijo el policía que se
apellidaba Gonzáles.
“Pero comandante…”, la chica iba
a responder, pero el policía la cortó: “No soy comandante, estimada, soy
capitán”.
Luego, los policías salieron del
edificio, se subieron en la patrulla y se fueron, no sin antes orinar en las
llantas traseras del vehículo estatal.
Me quedé con Tatiana y su perro
muerto en el pasadizo. Luego, le ayudé a llevar al canino hasta su apartamento.
Lo dejamos en medio de la sala y nos sentamos en el suelo. Vi el reloj: cuatro
de la mañana. Faltaban cuatro horas para entrar al trabajo.
“Me voy a suicidar”, lanzó de
pronto la mujer.
No supe qué decir, me quedé
atónito. Ante la duda, preferí cambiar bruscamente de tema. “¿Tienes café?”, le
pregunté.
Me quedó mirando alelada y por
primera vez pude ver sus ojos, que con la luz tenue se habían tornado bermejos.
Su mirada parecía disiparse en la penumbra de la noche y las manchas de sangre
de sus manos se habían secado. Por el estado de su piel, calculé que Tatiana
era dos o tres años mayor que yo. Antes de volver a subir a mi departamento, le
di unas palmoteadas en la espalda, y me fui con discreción.
Lo que la chica nunca sabrá. Lo
que la policía ni los vecinas jamás sabrán es que había sido yo. Sí, yo maté a Manolín. Obviamente fui muy
discreto, nadie me vio.
Tuve una buena razón. Lo hice porque el animal
se comió a mi gata Esmeralda, y lo hice también porque sus ladridos me estaban
causando serios problemas de insomnio.
Lo asesiné con calma y frialdad, calculando cada paso, cada
respiro. Fue a sangre fría. Aunque eran las tres de la mañana, caminaba volteando para asegurarme
de que nadie me miraba, pues estaba nervioso y era mejor ser precavido. Felizmente
las cámaras del edificio jamás fueron reparadas después de las lluvias de hace
tres años.
El animal dormía apoyado en la puerta de la casa de su
dueña. De pronto, despertó y se puso en cuatro patas, listo para atacar. Pero
yo había ido preparado, saqué mi arma y le disparé.
Nadie podría escuchar el disparo pues gasté un dineral en
comprarle un silenciador que, en ese momento lo comprobé, era muy efectivo. El
perro gemía y sangraba abruptamente, y hacía ruidos extraños. “Ahora pues,
huevón, trágate esa bala, así como te tragaste a mi Esmeralda”, pensé. Luego
levanté el arma y volví a disparar, entonces el perro dejó de moverse, y supuse
que había muerto.
Solo en ese momento sentí que Esmeralda descansaba en
paz, y respiré aliviado. Cansado, regresé a mi apartamento, guardé el arma, me
acosté en el mueble de la sala y, al instante, me quedé dormido. Tres
horas después, los gritos de Tatiana volvieron a despertarme.
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