domingo, 16 de febrero de 2020

Cuestión de equilibrio

La vida de mi padre es difícil de contar. Comenzando porque es el único de sus hermanos de tez blanca. A diferencia de sus tres consanguíneos, morenos, trinchudos y ojones, mi papá salió blanco, con el pelo ligeramente castaño, los ojos claros y el mentón rimbombante, como si hubiera recibido genes de otra familia.

“Ha salido igualito a mi apá, color manteca”, solía decir mi abuela, cuando le preguntaban el porqué del color de piel de su último hijo. Lo cierto es que desde chiquillo, ello generó ciertos celos en los hermanos de mi padre, que siempre lo trataron como la última rueda del coche, como el más insignificante de la familia, como el lazarillo obligado a hacer los recados y el que no tenía palabra en las decisiones que abarcaban a todos.

No obstante, esa situación, lejos de amilanarlo, lo braveó. A pesar de la diferencia de edad con sus hermanos (Gloria le lleva cinco, Marcos siete y Orlando nueve años), cuando niño mi padre tuvo que hacer casi las mismas tareas que ellos: tuvo que aprender a hablar, caminar y correr más prematuramente para no ser abusado, y también tuvo que aprender a leer, escribir, sumar y multiplicar, para no ser timado de las propinas que dejaba Rosario, el patriarca de la familia Guevara.

Desde pequeño, mi papá siempre tuvo que ofrecer un poco más, siempre tuvo que suministrar un plus extra de trabajo o esforzarse más que cualquiera en su casa, solo para obtener un nimio reconocimiento de sus padres, que ya cansados de los dilemas del negocio de abarrotes y de los dramas del resto de sus hijos adolescentes, veían en su último cachorro a un mero parlanchín que no necesitaba más que eventuales juguetes, algunas témperas y abundantes dulces.

Es por eso que a los diez años, en la foto que le tomaron a mi padre justo antes de entrar al primer día de secundaria, en el frontis del colegio San Miguel, un lunes a las siete de la mañana, luce como un niño obeso y sudoroso, que carga su mochila con la mano derecha, mientras que con la izquierda tiene agarrado de la mano a Rosita, la nana que lo crio desde los tres años, y que valgan verdaderas, aprendió a querer más que a su propia madre.

Quisiera decir que en su adolescencia, mi padre empezó a tener más atención en su hogar. Quisiera decir que, al igual que sus hermanos, mi padre recibió sus estudios en un colegio particular de gran nivel. Quisiera decir que tuvo uniformes nuevos en cada año, o que sus padres asistían a las reuniones de grado, o que pudo sentir la satisfacción de que su papá lo vaya aplaudir en sus partidos de fútbol o en las marchas militares que realizaba en el centro de la ciudad. Pero no fue así.

Con unos padres casi ancianos y con tres hermanos ya casi independizados, mi padre la pasó solo la mayoría del tiempo. Aprendió a vivir en el exilio de su propia casa, y a convivir con la soledad y con las esporádicas apariciones de Rosita, de sus primos contemporáneos y de sus amigos del colegio y de la cuadra. Con ellos aprendió a jugar al fútbol, a bronquearse a puño limpio, y a decidir qué quería hacer con su vida al salir del colegio.

Causo polémica, generó un terremoto y un aluvión de cuchicheos, pero finalmente, mi padre se decidió por la medicina, que en esos tiempos, era una carrera casi desconocida. Tan dura y tan excluyente que ni siquiera era enseñada en la provincia donde vivía. Por eso, tuvo que viajar a Lima a postular a la San Marcos, pero por la descomunal diferencia entre la enseñanza colegial capitalina y la provinciana, fue desechado sin más.

No obstante, mi padre no se rindió. Desde antes de viajar, sabía que no sería nada fácil, y menos para él, que había tenido que superar obstáculos desde muy prematuro. En su caso, la vida siempre había ido cuesta arriba, y sabía que el ingreso a la universidad no iba a ser diferente. Por eso consiguió un trabajo de mesero en un chifa del jirón de La Unión, mientras que el resto del día lo usaba para prepararse en un centro preuniversitario.

La mañana del día del examen de admisión, en junio de 1982, mi padre recibió una llamada al único teléfono que había en el callejón del Cercado donde había alquilado un descalabrado cuarto. Era su mamá. “Pase lo que pase, hijo, yo siempre te voy a apoyar, ten mucha fe”. Y así, con los ojos brillosos, el cabello cobrizo desordenado y la barba crecida, mi padre se dirigió a la universidad dando zancadas, se sentó en la carpeta, y no hubo pregunta ni acertijo que pudo contra él, su lápiz gastado y su borrador tieso. El primer puesto fue un premio a su constancia, su esfuerzo, sus numerosas y trabajadas neuronas, y por supuesto, también significó el comienzo de una vida un poco menos dura.

Desde ese acontecimiento hasta hoy, han pasado más de treinta años. Sus padres ya no están, uno de sus hermanos vive en el extranjero y los otros dos trabajan para él como operarios en su clínica. Pese a la indiferencia con la que lo trataron cuan niño y adolescente, sus hermanos no tuvieron reparos en pedirle trabajo y distintos préstamos monetarios que, mi viejo bien lo sabe, nunca le devolverán.

A pesar de todo las peripecias que lo hicieron pasar, mi padre piensa que es un superior a sus hermanos, y por eso sería cruel dejarlos vivir en la pobreza. No obstante, cada vez que puede les echa en cara la amargura que vivió, y los somete a realizar trabajos extras, a hacer mandados bobos y a no pensar que por compartir sangre, siempre tendrán el trabajo asegurado. Todo es cuestión de equilibrio, comenta.



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