Su voz en mi teléfono me alertó.
Llevábamos dos meses saliendo pero recién desde hacía una semana habíamos
empezado a hacer el amor. Y yo estaba en mi garbanzal. Estaba loco, como cuando
sueltas a un perro en el parque después de tenerlo amarrado con la correa todo
el día. La posibilidad de poseer a mi chica, de acariciarla, de descubrir los
secretos más profundos de su cuerpo, me tenía hipnotizado. Era como un animal
desenfrenado en busca de placer. Por eso, esa mañana sabatina, cuando escuché
su voz en mi teléfono diciéndome que sus padres habían salido, mi entrepierna
se abultó y dejé de pensar con claridad.
Sin decírselo, sin darle el más ligero aviso o
si quiera hacerla sospechar, me cambié a la velocidad de la luz y cogí un taxi
hacia su casa. No me importaron los veinticinco soles que me cobró el
aprovechado conductor, que al parecer olió mi desesperación por arribar a mi
destino. Al llegar marqué su número y,
aunque al principio sentí su enojo, no pude dejar de notar una cierta calentura
en su voz: estaba seguro que mi súbita presencia también la había encendido.
Ni bien abrió la puerta, la besé
con fiereza. No la dejé si quiera reclamar mi repentina aparición. Carajo, ni
siquiera la dejé respirar. La tomé de la cintura y fui bajando hasta llegar a
sus muslos, y en un acto de salvajismo
erótico, en una catarsis amorosa, en una muestra de la hombría descomunal que
me poseía, la cargué hasta llevarla al mueble y empecé a desvestirla.
Todo iba bien, estábamos a punto
de llegar al inicio de una jornada de sexo tan osada como romántica, hasta que escuchamos
el auto de su padre estacionarse. A esas alturas, yo ya andaba sin polo y sin
zapatillas, mientras que ella estaba sin blusa y con el short desabotonado. Era
cuestión de segundos que sus padres entraran y nos encontraran medio desvestidos
en el mueble de su casa. En un acto impropio de ella –tan usualmente recatada y
lerda para tomar la iniciativa- mi chica reaccionó rápido, y tomó una decisión
tan atrevida como cliché: “Vete a mi cuarto y métete debajo de la cama”, lanzó
con autoridad.
Casi en automático y muerto de
miedo, corrí por el pasadizo y me metí en el primer cuarto que encontré. Ya
dentro, me tiré al piso y comencé a reptar hasta esconderme por completo y no
dejar a la vista ni una pizca de mis piernas larguiruchas. Grande fue mi
sorpresa cuando, segundos después, cuatro pies entraron su la habitación, dos usando
unos tacos altos y los otros dos con mocasines de vestir. Maldiciendo mi vida,
me di cuenta que me había metido en la habitación de sus padres.
A partir de ahí, comenzaron los
minutos más largos de mi vida. Con los ojos cerrados y los puños apretados,
empecé a pensar que me merecía ese sufrimiento, que tenía bien ganada la
angustia que me colmaba y me hacía sudar a chorros, y que por culpa de mis
bajos instintos estaba a punto de echar a perder una relación que iba viento en
popa.
Respirando lentamente y tratando
de hacer el menor ruido posible, estiré mi mano hasta mi bolsillo y saqué mi
celular, solo para encontrarme con varios mensajes de mi enamorada culpándome
anticipadamente si todo se iba a la mierda por mi travesura estúpida, y
amenazándome de muerte si sus padres le armaban quilombo y la castigaban. “¿Cómo
puede pensar en este momento en estar buscando culpables”, pensé. Solo atiné a
responderle con un: “Estoy en el cuarto de tus papás, help”.
Al instante, mis súplicas fueron
escuchadas. Dos nuevos pies entraron en la habitación, esta vez eran conocidos:
mi chica había llegado en mi rescate. Ahora, el problema era que ella tenía que
convencer a sus padres que vuelvan a salir, lo cual en ese momento parecía una
tarea estratosférica.
Sin embargo, para mi alivio, sus
padres le aclararon que solo estarían allí por máximo veinte minutos, pues solo
habían regresado a recoger las invitaciones a la boda a la que iban a asistir.
Un bálsamo sin precedentes recorrió mi cuerpo, y empecé a contar los segundos
que faltaban para que se cumplieran esos benditos veinte minutos.
Juro por Dios que conté cada
segundo, y que conforme iban pasando los minutos mi corazón se aceleraba más y
más pensando en la inaudita posibilidad de que sus padres se arrepientan y
decidan no ir a ese matrimonio. Pero felizmente, ahí estaba ella, mi chica, mi
salvadora, la misma que hacia instantes había amenazado con matarme si la
castigaban, para empujar a sus padres a la fiesta y animarlos diciéndoles que
no sean aburridos, y que ya necesitaban un relajo después de tanto trabajo.
Y como un milagro, como un regalo
de navidad adelantado, como una ayuda divida, sus padres felizmente salieron de
la habitación para luego salir de su casa, para luego subirse al auto e irse
bien lejos, dejándome a salvo. Cuando escuché la puerta cerrarse, no me lo
podía creer. Pese a que sabía que el peligro se había terminado, quise moverme
pero no pude: estaba petrificado, exánime, como en shock.
Permanecí así hasta que
nuevamente los pies conocidos entraron al cuarto, se doblaron hasta convertirse
en rodillas, y finalmente transmutar en la cabeza de mi novia, que se metió debajo
de la cama junto a mí y me tomó de la mano. “La puta madre, de la que nos
salvamos”, lanzó. Era la primera vez que le escuchaba soltar una lisura.
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