miércoles, 16 de octubre de 2019

Mensajes.


Casi nunca huso el Messenger que te ofrece Facebook. Lo considero vetusto y poco útil para mis labores diarias. Si alguna vez lo he usado o he respondido algún mensaje que me llega por esa vía, he usado la aplicación de mi teléfono, y no la de mi laptop. En realidad, hace mucho no uso redes sociales en mi computadora portátil. Como casi todo el mundo, me he vuelto preso del consumismo tecnológico del móvil. Me he convertido en un mentecato adicto al celular y a todas las herramientas que te ofrece ese aparato del demonio.

Sin embargo ayer, por un azar del destino, por una casualidad boba o una circunstancia inédita, entré al Messenger desde mi laptop. Y es increíble pensar cómo una cosa llevó a la otra, o cómo una acción que parecía insignificante terminó afectándome casi al punto de darme un patatús. Todo comenzó anteayer. Eran las dos de la mañana y, tras terminar de hacer unos trabajos para la universidad, me dispuse a dormir. Estaba muerto de cansancio, pero como soy un adicto al orden, un mequetrefe compulsivo que no concibe la idea de que una cosa esté fuera de su lugar, apagué la laptop para guardarla en uno de los cajones de mi escritorio, no sin antes pasarle un trapo para limpiarla del polvo. Pero estaba tan agotado, que terminé tropezando y tirando al suelo mi mouse, que ni bien tocó el firmamento se hizo añicos.

Al día siguiente, nuevamente sentado en laptop y ya sin mouse, me vi obligado a usar el touchpad, que siempre me ha parecido muy dificultoso de maniobrar. No entiendo cómo puede haber gente que se ha acostumbrado a emplearlo. Carajo, ni siquiera consigo entender a quién se le ocurrió insertar cual verruga carnal ese falso de mouse en la misma laptop. “Chinos de mierda”, pensaba, mientras sufría por hacer clicks.

Y en uno de esos andares, en una de esas equivocaciones torpes de mis dedos palúdicos, pinché sin querer la opción de Messenger de Facebook. Al inicio no me sorprendió nada. Estaba como siempre. Estaba como la última vez que entré a ese sitio web: las conversaciones en fila a la izquierda, la información a la derecha, y el lugar para escribir y leer mensajes en medio. Ya iba a cerrar la ventana que abrí sin querer cuando un botón llamó mi atención. Estaba al inicio de la hilera de mensajes, y se podía leer claramente: tres mensajes nuevos de Fabiola Guevara.

Casi me caigo de la silla plástica y tuve que sostenerme del escritorio para no perder el equilibrio. Fabiana, una chica desfachatada, de modales chabacanos y con un estilo de vida muy liberal. La recordé al instante, estudié con ella la carrera universitaria. Sin embargo, su libidinosa forma de ser no era lo que me asustaba, sino más bien, su íntima relación con María, mi ex enamorada, con la que compartí seis años de mi vida.

El mensaje era de hacía muchos meses, seis para ser exactos. Con dificultad me paré de mi asiento, me fui a la cocina y me tomé un vaso con agua. Luego prendí un cigarro. Pensaba si abrir el mensaje o desecharlo sin más. Me empezó a doler la cabeza por hacer hipótesis mentales sobre qué podían contener esos tres mensajes, o por qué no me habían llegado al teléfono cuando fueron enviados. 

Finalmente, me armé de valor, me volví a sentar en la silla, y tapando mi cara con una mano, como quien está a punto de recibir un golpe, leí el recado: “H-D-P”. Eran tres letras divididas en los tres mensajes.

Por un momento, por un leve segundo, fui abordado por una sensación tonta de despecho. Pensé en responder el insulto -que en buen cristiano significaba “hijo de puta”- pero al toque, como quien ignora un volanteo callejero, como quien espanta una mosca fastidiosa, decidí eliminarlo de mi bandeja de entrada. Con el mensaje ya desechado, en lugar de tener cólera, en vez de llenarme de rencor, me abordaron sensaciones de lástima y nostalgia.

Fabiola había escrito el mensaje a las dos de la mañana, peligrosa hora para andar en el celular. Seguramente lo escribió borracha. Y seguramente lo escribió azuzada por una dramática historia de María, que muy a mi pesar, había encontrado en Fabiola a una confidente a quien narrarle todo el “infierno” –seguramente lo describió así- que sufrió conmigo. No pude evitar sentir melancolía al recordar todas las veces que le recomendé a mi ex novia que no se junte con Fabiola porque esta estaba loca y porque tenía antecedentes casi casi criminales. Obviamente, María no me había hecho caso. Maldito touchpad, jamás volveré a usarlo. Pienso que desterraré el Messenger de mi laptop y también mi teléfono. Igual ni lo uso. Las redes sociales, a veces, solo traen misivas hirientes de un pasado tormentoso.   




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