Casi nunca huso el Messenger que
te ofrece Facebook. Lo considero vetusto y poco útil para mis labores diarias.
Si alguna vez lo he usado o he respondido algún mensaje que me llega por esa
vía, he usado la aplicación de mi teléfono, y no la de mi laptop. En realidad,
hace mucho no uso redes sociales en mi computadora portátil. Como casi todo el
mundo, me he vuelto preso del consumismo tecnológico del móvil. Me he convertido
en un mentecato adicto al celular y a todas las herramientas que te ofrece ese
aparato del demonio.
Sin embargo ayer, por un azar del
destino, por una casualidad boba o una circunstancia inédita, entré al
Messenger desde mi laptop. Y es increíble pensar cómo una cosa llevó a la otra,
o cómo una acción que parecía insignificante terminó afectándome casi al punto
de darme un patatús. Todo comenzó anteayer. Eran las dos de la mañana y, tras
terminar de hacer unos trabajos para la universidad, me dispuse a dormir.
Estaba muerto de cansancio, pero como soy un adicto al orden, un mequetrefe
compulsivo que no concibe la idea de que una cosa esté fuera de su lugar, apagué
la laptop para guardarla en uno de los cajones de mi escritorio, no sin antes
pasarle un trapo para limpiarla del polvo. Pero estaba tan agotado, que terminé
tropezando y tirando al suelo mi mouse,
que ni bien tocó el firmamento se hizo añicos.
Al día siguiente, nuevamente
sentado en laptop y ya sin mouse, me
vi obligado a usar el touchpad, que
siempre me ha parecido muy dificultoso de maniobrar. No entiendo cómo puede
haber gente que se ha acostumbrado a emplearlo. Carajo, ni siquiera consigo
entender a quién se le ocurrió insertar cual verruga carnal ese falso de mouse en la misma laptop. “Chinos de
mierda”, pensaba, mientras sufría por hacer clicks.
Y en uno de esos andares, en una
de esas equivocaciones torpes de mis dedos palúdicos, pinché sin querer la
opción de Messenger de Facebook. Al inicio no me sorprendió nada. Estaba como
siempre. Estaba como la última vez que entré a ese sitio web: las
conversaciones en fila a la izquierda, la información a la derecha, y el lugar
para escribir y leer mensajes en medio. Ya iba a cerrar la ventana que abrí sin
querer cuando un botón llamó mi atención. Estaba al inicio de la hilera de
mensajes, y se podía leer claramente: tres mensajes nuevos de Fabiola Guevara.
Casi me caigo de la silla
plástica y tuve que sostenerme del escritorio para no perder el equilibrio.
Fabiana, una chica desfachatada, de modales chabacanos y con un estilo de vida
muy liberal. La recordé al instante, estudié con ella la carrera universitaria.
Sin embargo, su libidinosa forma de ser no era lo que me asustaba, sino más
bien, su íntima relación con María, mi ex enamorada, con la que compartí seis
años de mi vida.
El mensaje era de hacía muchos
meses, seis para ser exactos. Con dificultad me paré de mi asiento, me fui a la
cocina y me tomé un vaso con agua. Luego prendí un cigarro. Pensaba si abrir el
mensaje o desecharlo sin más. Me empezó a doler la cabeza por hacer hipótesis mentales
sobre qué podían contener esos tres mensajes, o por qué no me habían llegado al
teléfono cuando fueron enviados.
Finalmente, me armé de valor, me volví a
sentar en la silla, y tapando mi cara con una mano, como quien está a punto de
recibir un golpe, leí el recado: “H-D-P”. Eran tres letras divididas en los
tres mensajes.
Por un momento, por un leve
segundo, fui abordado por una sensación tonta de despecho. Pensé en responder
el insulto -que en buen cristiano significaba “hijo de puta”- pero al toque,
como quien ignora un volanteo callejero, como quien espanta una mosca
fastidiosa, decidí eliminarlo de mi bandeja de entrada. Con el mensaje ya
desechado, en lugar de tener cólera, en vez de llenarme de rencor, me abordaron
sensaciones de lástima y nostalgia.
Fabiola había escrito el mensaje
a las dos de la mañana, peligrosa hora para andar en el celular. Seguramente lo
escribió borracha. Y seguramente lo escribió azuzada por una dramática historia
de María, que muy a mi pesar, había encontrado en Fabiola a una confidente a
quien narrarle todo el “infierno” –seguramente lo describió así- que sufrió
conmigo. No pude evitar sentir melancolía al recordar todas las veces que le
recomendé a mi ex novia que no se junte con Fabiola porque esta estaba loca y
porque tenía antecedentes casi casi criminales. Obviamente, María no me había
hecho caso. Maldito touchpad, jamás
volveré a usarlo. Pienso que desterraré el Messenger de mi laptop y también mi
teléfono. Igual ni lo uso. Las redes sociales, a veces, solo traen misivas
hirientes de un pasado tormentoso.
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