El viaje a Tumbes era una
obligación. Hace casi cuatro años que murió Lina, una de mis mejores amigas, y
me sentía en la urgente necesidad de volver a visitar su tumba. Hasta antes de
ir tenía vagos recuerdos de su sepelio, de su triste despedida, de su repentino
final. Sentía que tenía que ir para, al menos, sentarme junto a su nicho, oler
las flores que descansan en su regazo y, por un momento, cerrar los ojos y
dejarme abrasar por la escasa brisa tumbesina mientras pensaba en su sonrisa.
Pero a un hombre de
treinta años, soltero hace casi dos semestres, de ojos libidinosos, que está
siempre presto a deleitarse con las curvas de cualquier fémina que en su camino
se presente, que ha aprendido a darse un
placer certero en noches de esquizofrenia erótica. A un hombre así como yo,
cuán difícil se le puede hacer no pensar en convertir un viajecito furtivo en
un escape de amor casual.
Por eso, un mes antes de viajar,
dediqué tiempo y análisis a elegir cuál de mis amigas solteras podía
acompañarme y disfrutar juntos de las playas paradisiacas de Punta Sal o
Zorritos, sin que ello signifique entablar una relación formal ni mucho menos.
La verdad, dejaría que el sol, el amor, la arena blanca y uno que otro pisco
hagan su trabajo, y ver qué pasaba. Tampoco soy de los tipos que buscan
aprovecharse: solo buscaba una compañía ocasional, fugaz, de solo un fin de
semana, y que solo quedara en eso, en un encuentro lejano a los compromisos y a
los rituales que incluye el amor de pareja.
Pero no, cual reflejo de mi
palúdica vida amorosa, fracasé: ninguna atracó. Gianina, una chica que conocí
mediante una aplicación del teléfono, estuvo cerca, muy cerca de acompañarme. Incluso
llegamos a averiguar juntos hospedajes dónde quedarnos. Pero todo se derrumbó
cuando le aclaré que, como el tour tenía un sentido tácito amical, cada uno correría
con sus propios gastos.
Así que, como siempre o casi
siempre, me tocó viajar solo. En el bus, mis aspiraciones perentorias de
sentarme junto a una mujer –una gringa, por qué no- se vieron rápidamente
derrumbadas cuando un tipo de expresión áspera se plantó junto a mí. Pese a
eso, las ocho horas de viaje no estuvieron nada mal. Aproveché para dormir a
pierna suelta y sin interrupciones, cosa que no puedo hacer en mi casa, donde
mi perro, cual alarma matutina colegial, me saca de mi cama a las seis y media
de la mañana a punta ladridos y lamidas.
Llegué a Tumbes muy temprano y
fui caminando a un hotel que un amigo me recomendó. Me atendió una chica muy
joven, con acento selvático, que me decía “ñaño” y que tenía un lunar
rimbombante en la mejilla derecha. El cuarto era acorde al precio que pagué, y
lo más resaltante era un cartel pegado junto a la puerta que decía: “amigo
huésped, respete las normas, no escupa en la pared por favor”. No pude evitar carcajearme
pensando en qué inverosímiles circunstancias una persona podría lanzar un
escupitajo a la pared.
Con el ánimo a tope inicié mi
camino por las polvorientas calles de Tumbes hasta mi primera parada: Aguas
Verdes. Hacía mucho tiempo había querido ir a Ecuador y ver de cerca la
frontera y la fragilidad con las que peruanos y ecuatorianos pasan de un país a
otro como quien va a comprar una gaseosa a la esquina. En Ecuador me compré un
polo a ocho dólares, y probé una especie de plátano frito con huevo, arroz y
pollo, que dicho sea de paso, solo sirvió para matar o asesinar el hambre.
De regreso por la Panamericana
hice una parada en otro lugar icónico de dicha ciudad: Puerto Pizarro. El día
estaba nublado y había pocos turistas, pero ello no impidió que al menos cinco
jaladores me ofrezcan tours a las islillas cercanas al ancladero. Finalmente,
me fui con Pedro, un muchacho treintón apodado como “Tronco” por sus colegas
marítimos, que me pareció el más confiable. Subí con cierto temor a mojarme en
su lancha bautizada como “Mi niño Bryan” y al final, la verdad, disfruté mucho
la excursión. Me pareció fantástica la forma en la que los manglares han sabido
adaptarse y sobrevivir tantos años en lugares que no son necesariamente los más
cuidados del Perú.
Sentado en el bote observando el
encuentro brutal entre las aguas dulces del río Tumbes y las saladas del océano
Pacífico, no pude dejar de pensar que la vida es precisamente eso, un cruce de
emociones vertiginosas que nos atacan en diferentes momentos y que de alguna
forma, o de formas secretas, nos hacen tomar decisiones que aparentan ser
buenas o malas y que nos llevan por caminos tan sinuosos y curvilíneos como los
de este sendero acuático, y que dependerá de la altura de marea si llegamos a
un puerto inequívoco o si damos vueltas en círculo para siempre.
Tras ello, mi última y más
importante parada fue la tumba de Lina. En cada al cementerio mi corazón se
llenaba de ilusión y ansiedad, pero me decepcioné cuando me di cuenta que no
había ni un puto vendedor de flores en la puerta. “Qué amigo del carajo soy. Te
vengo a ver después de tanto tiempo y no te traigo ni una flor”, pensé. No
demoré en encontrar la tumba de mi amiga: era la más atractiva, la más engalanada
y, sin dudas, la que tenía un semblante más jovial. Sentado junto al nicho
descansé y sentí una paz absoluta, y pensé que, a pesar de haber ido solo, el
viaje valió la pena. Al salir solo podía pensar en una cosa: “Cuando vuelva
traeré flores, Lina. Te lo prometo”.
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