El día que naciste en realidad no era el día en el que habíamos planeado que nazcas. Llegaste de improviso un día jueves.
En la mañana fuimos en ayunas a
sacarle una prueba de hemograma a Mathías, porque tu hermano andaba inapetente desde
hacía semanas y estábamos preocupados. La sola idea que tuviera parásitos en
sus tripas nos aterraba.
Terminamos ese ajetreo a las diez
de la mañana, más o menos. Pensamos ir a desayunar a la casa de mi madre, tu
abuela, pero justo ese día, como ya sabrás, era el cumpleaños de mi mamá
Olinda; la madre de mi padre. Por eso, todos estaban en la iglesia, en una misa
por su onomástico. Entonces decidimos que debíamos regresar a Lambayeque a ver
qué comíamos.
Durante el camino debatíamos
junto a tu madre si comprábamos pan o íbamos a un restaurante. Fue curioso que
en plena carretera viéramos a la señora de la bodega en la partera trasera de
una motocar. Tenía la mirada perdida, parecía triste. Tu mamá, pilla,
quiso asomarse por la ventana para preguntarle si aún tenía pan, pero
finalmente desistió de hacer esa travesura.
Cuando llegamos a Lambayeque
tomamos la decisión de desayunar en el café Monteverde. Quizás no lo sabes,
pero ese fue el lugar donde le pedí a tu madre que sea mi novia. Ahora que lo
pienso, fue una señal que hayamos vuelto a ese lugar justo ese día. Desayunamos
jugos de fresa con leche, panes con pollo y café.
Al golpe del mediodía recién
llegamos a casa. Estábamos agotados para hacer el almuerzo, y obviamente no iba
a pedirle a tu mamá que cocine, peor aun sabiendo que a las tres de la tarde
teníamos cita de control con el ginecólogo.
Bastó una llamada para que tu
mamá convenciera a tu abuela Sonia de que nos invite el almuerzo. Y como
sabrás, tu abuelita jamás nos niega una comilona. Menos aún si sabía que
iríamos con su engreído, Mathías.
En el intervalo antes de ir a la
casa de tus abuelos, tu mamá y yo nos sacamos las zapatillas y nos echamos en
la cama a mirar el techo. De pronto ella volteó la mirada, pícara, y me besó.
Felizmente, Mathías veía dibujos en la sala, y no escuchó el ruido que hicimos
en la habitación, y que quizás, pienso yo, terminó estimulando tu nacimiento improvisado.
Durante el almuerzo tu mamá
estaba rara. Aquejaba dolores en su barriga que yo minimizaba con un movimiento
de manos, pero que a tu abuela Sonia la hacían asustarse. Casi ni comió del pánico.
Por eso, ni bien terminamos de comer nos apuró en ir a la consulta. “Vayan
rápido, tengo miedo, ay Señor, ¡Rápido!”, nos dijo antes que nos vayamos.
Cuando llegamos al doctor, tu
mamá seguía con los dolores. Yo pensaba que era normal, ni siquiera rondaba por
mi cabeza lo que pasaría en las siguientes horas. Soy una persona metódica, y
recordaba muy bien que el doctor nos había dicho que tu nacimiento estaba
programado para el 30 de mayo. Por eso, me mantenía tranquilo y confiado en que
lo de tu mamá no eran más que cólicos pasajeros o dolores intestinales.
Pero cuando entramos al pequeño
consultorio del doctor todo cambió. El ginecólogo tomó los signos vitales, y al
ver lo elevada de la presión de tu madre, nos dijo: “Señora, descanse por diez
minutos. Si su presión sigue alta, hoy mismo haremos la operación”.
Recuerdo que esas palabras
hicieron que mi estómago se retorciera, y me dieron ganas de orinar. Algo
dentro de mí sabía que tu presión no iba a descender, así tu madre descansase
una hora. Por eso, los diez minutos me parecieron una eternidad. Me la pasé
revisando mi celular y limpiando mis manos llenas de sudor.
Cuando pasó el tiempo indicado,
entramos nuevamente al consultorio, y al ver que la presión no había bajado, el
docto sentenció: “Listo, hoy te operamos, hoy vas a dar a luz”.
En ese momento tuve el primer
mini infarto de la tarde. Los labios del galeno seguían moviéndose, pero mi
mente estaba volando. ¿Estaba asustado? Estaba muerto de miedo. La mano de tu
madre cogiendo mi brazo me despertó del letargo y rápidamente empecé a seguir
al pie de la letra todas las indicaciones que el médico nos dio.
Entre ir a Lambayeque, coger a la
volada las cosas que íbamos a necesitar (pañalera, cobijas, ropas y demás) e ir
a clínica, pasaron alrededor de dos horas. Cuando llegamos a la clínica, mi
mamá ya estaba allí, junto a tu tía Angela y tu tío Andreé. Me puse en la fila
de admisión para registrar el ingreso de tu madre, y me impacientó que la
señora que estaba delante de mí hablara con una lentitud exasperante.
Finalmente, nos registramos y subimos al cuarto piso.
Ya en el cuarto, dos enfermeras
se acercaron a nosotros y empezaron a alistar a tu madre para la operación. Le pusieron una bata, sonda
venosa y la echaron en la camilla. Al ver a Daisy allí, tendida y con los ojos cerrados, tuve el segundo mini infarto de la tarde. Sentí que ya no había
vuelta para atrás. En verdad estaba sucediendo. Solo faltaban minutos para que
todo ocurriera.
Subimos con tu madre a sala de
operaciones, y tuve que esperar lo que me pareció una eternidad para que me
dejen entrar. Una enfermera me dio un traje celeste, me colocó un gorro y botas
quirúrgicas, y me hizo ingresar a un salón bien iluminado.
En medio de esa habitación, tres
personas estaban alrededor de Daisy, con bisturís en mano y mangueras. Junto a
ellos, más atrás, dos mujeres hablaban y reían como si nada pasara, como si
este fuera un día más en sus vidas, ajenas al gran capítulo que el destino
estaba escribiendo delante de mí. Ellas no se daban cuenta que yo estaba
presenciando el milagro de mi vida, uno de los días más felices de mi existir.
Recuerdo que en la radio se
escuchaba la canción You’re All I Need, de Mötley Crüe. Quizás este
último sea un dato menor, pero pienso que talvez te gustaría saber qué música
sonaba mientras nacías.
Saqué mi tablet y mi celular y
comencé a grabar y a tomar fotos. Pero de pronto, de la nada, con la magia con
la que un mago que saca un conejo de un sombrero, con la sencillez con la que
un hombre enciende el motor y pone a andar su carro, y con la frescura de quien
prende un cigarro e inhala, el doctor te sacó de la barriga de tu madre y te
elevó hacia mí.
“Saluda a tu papi, hola papi”,
gimoteó el galeno. Mientras, tú exclamaste tu primer llanto, y mi corazón
sufrió tu tercer y último mini infarto de la noche. Naciste.
Luego te limpió, y te deslizó
hacia el pecho de Daisy. Me acerqué y allí estabas, envuelta en grasa. Tus ojos
estaban cerrados, y tu respiración era muy larga. “¿Será normal eso?”, pensé.
Una pediatra te envolvió en una manta, te puso en una balanza y comenzó a
anotar tu peso y tu talla.
Luego, junto a las demás
enfermeras, te limpiaron y te pusieron en una cuna. Salimos del
cuarto y dejamos a tu madre en la camilla, pues aún estaban terminando la
operación. Ya en el otro ambiente, la doctora me empezó a hablar de los cuidados
que debíamos tener. Su boca se movía y yo trataba de concentrarme, pero mi
mente solo atinaba a observarte con detenimiento.
Eras una miniatura, la
ejemplificación más exacta de la palabra angelical. Mientras te veía, toda mi
vida corría por mi mente a mil por hora. Todas las cosas que pasé, todo lo que
viví, todas las cosas por las que luché, e incluso las pocas victorias que
conseguí, ya eran menos que tú. Porque desde ese momento, hija querida, mi
linda Lucía, te convertiste en mi más grande éxito, en el núcleo de mi alma.
Desde ese día, mi vida pasó a ser tuya, para siempre.
Que hermoso escrito, felicidades Daniel,hacen una linda familia ��
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