El rayo de sol entrando por la
pequeña rendija de la cortina hizo que abriera los ojos de forma pesada. Ni
bien me incliné para levantarme sentí un dolor fuerte en la espalda, y recién
en ese momento me di cuenta que me había quedado dormido en el incómodo mueble
de la sala.
Vi la hora: nueve y veinte
minutos. “Un poco más temprano de lo normal”, pensé. Ya no era raro que me
quedara dormido en lugares extraños. La sala se había convertido en una
extensión inapropiada de mi dormitorio, que también había llegado a ocupar
terreno en la cocina y hasta en el patio, donde dos o tres veces pasé la noche
para aplacar el calor de marzo.
Era el día treinta de la
cuarentena y yo estaba feliz. Sí, feliz, pese a que ya había perdido toda
esperanza de vida, y a pesar de que mi pequeño apartamento se había convertido
en mi propia cárcel, en mi exilio personal, en mi muerte a cuentagotas. Sin
embargo, el contraste entre lo que ocurría en el mundo y mi estado de ánimo no
era imposible de explicar.
A esas alturas ya se habían
acabado todas las botellas de cerveza, whisky, vino y pisco que durante años
había guardado en la alacena para “ocasiones especiales”. También había
realizado todos los tutoriales de postres y platillos de Youtube que me habían parecido interesantes en épocas de antaño, y
que había guardado en una carpeta de pendientes que, siendo sincero, jamás
pensé abrir. Sin embargo, tenerlos almacenados allí siempre me había parecido
una buena manera de creer que en algún momento de mi vida en el que no tuviera
absolutamente nada más qué hacer, no me quedaría en el aire, no me perdería en
un aburrimiento absolutamente vacío, sino que más bien, me alegría de tener
tareas programadas.
Bueno pues, ese momento llegó con
el inicio de la cuarentena. Y de hecho hubo algunos días en los que esas
recetas me dieron vida. Me entretuve pensando en las formas en las que podría
hacer, por ejemplo: pizzas, pan, panqueques, arroz con mariscos, mazamorra, entre
otros platillos y postres que siempre quise aprender a cocinar pero que por
falta de tiempo y real interés no había podido.
Me divertí yendo a comprar al
mercado los ingredientes necesarios para hacerlos. Caminé por las calles
sintiéndome como en una película apocalíptica con mi mascarilla puesta, viendo
a los militares andando de arriba abajo con sus rifles en el pecho, los diversos
negocios cerrados, la gente haciendo cola para comprar insumos básicos… Una
parte de mí –muy egoísta, obviamente- siempre había querido pasar una
experiencia como la del maldito coronavirus, pese a todas las pérdidas humanas
que esa enfermedad había traído consigo.
No obstante, ese ímpetu de
creerme chef y de poder vivir experiencias parecidas a las películas del fin
del mundo que tantas veces había visto se fueron desvaneciendo rápidamente. Pasadas
dos semanas, empecé a conformarme con jamar un arroz con huevo o tomar no más
que un jugo de papaya o una taza de avena.
Así, poco a poco, mi cabeza
empezó a calentarse. Comencé a revivir recuerdos y capítulos de mi vida que
creía ya haber enterrado, entré en un trance mental, y mi propio yo poco a poco
se convirtió en mi peor enemigo. No soy tonto: claro que me di cuenta que
necesitaba ayuda profesional, y por eso no dudé en llamar a Mari, mi psicóloga.
Y ella, tan comprensiva, tan plausible, tan cálida como siempre, me escuchó
durante horas en el teléfono. Cada vez que tenía una crisis la llamaba y ella
me contestaba, incluso de madrugada. Ella fue, durante varios días, mi única fuente
de distracción y el oasis de mis desérticas tormentas mentales.
No obstante, con el pasar de los
días y para mi sorpresa, Mari empezó a estar ausente. Ya no me atendía las
llamadas y cuando lo hacía se limitaba a responder con palabras vagas como: “bien”,
“entiendo”, “tranquilo”, “okey”. Todo se acabó la tarde del domingo de la
semana pasada, cuando me replicó cortante y fría, como nunca lo había hecho:
“Hasta acá llegamos, mis problemas me han superado y ya no te podré ayudar, al
menos durante esta cuarentena. Y no importa el dinero que me pagues, carajo”.
Estaba jodido y mi yo interior -el maldito pensador que
no me dejaba en paz ni de día de noche- lo sabía, y estaba seguro que él usaría
toda su artillería de recuerdos punzantes contra mí.
Por eso, hice uso de mi último
recurso, algo que había dejado hace muchos años y que juré jamás volver a
tocar: busqué mi bolsa de cannabis y de forma desesperada me armé un porro. Ni bien sentí el humo vegetal recorriendo
mi cuerpo y llegando hasta los pulmones me sentí decaer: sabía que lo que
estaba haciendo estaba mal, pero qué más podía hacer para aplacar esa ola de
psicosis espiritual. En esa soledad infinita no había otra solución, no había
otro camino.
Con el pasar de los minutos y
entre toque y toque, me di cuenta que no me equivoqué. Prendí el televisor y vi
que estaban dando El chavo del ocho, y reí como nunca lo había hecho de las
payasadas de Kiko, las frases célebres de Don Ramón y las vicisitudes bizarras
de esa bendita vecindad. Me faltaba risa para aplacar mi éxtasis de felicidad,
y así empecé a pernoctar donde me agarraba la noche.
Con la marihuana en mi cuerpo, mi otro yo fue muriendo, y los recuerdos
protervos fueron reemplazados por alas que me llevaron a lugares exóticos,
sitios donde jamás estuve y donde sobrio seguramente jamás llegaré. Volando me
di cuenta que la pesadilla que vivía el mundo era pasajera y que
lastimosamente, el ser humano se repondría para seguir haciendo de las suyas en
la Tierra, y también me di cuenta que con o sin el maldito coronavirus, nunca
más quería dejar de volar.
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