David Guevara, escribidor
noctámbulo, católico poco practicante, maestro de deudas, inteligente en sus
ratos libres, soñador perspicaz, pensador obsesivo, abre los ojos y se queda
mirando el techo azul de su dormitorio un 26 de marzo a las tres de la mañana.
Por su cabeza se repiten escenas de su corta niñez, su aburrida adolescencia y
su plausible juventud. Todos esos recuerdos son muy vivos justo ese día, el día
de su cumpleaños.
Recuerda que fue el primer hijo
varón en su familia, y que eso, alguna vez, hizo muy feliz a su papá. “Tiene unos huevos descomunales”, solía decir su progenitor cuando le preguntaban
alguna característica de su nuevo retoño. No obstante, conforme fue pasando el
tiempo, David Guevara demostró que sus genitales no necesariamente manifestaban
que era un macho de hombría desbordante, tal como su padre hubiera querido,
sino todo lo contrario. David había heredado el carácter y humor de su madre: blando,
callado, medroso. En el colegio solían tratarlo como monse, como sonso, y a
David le costaba defenderse. Sin embargo, la peor decepción de todas fue cuando
su padre lo vio jugar un partido de fútbol. En la cancha, David era empeñoso y
lo dejaba todo en cada jugada, pero su falta de destreza y habilidad, su poco
ingenio para avivarse y ganar las pelotas divididas, hicieron que su padre lo
desterrara tácitamente para siempre.
A pesar de esto, con el pasar de
los años, han sabido lamer asperezas, e incluso David podría asegurar en este
momento que su relación ya no es tan conflictiva. Podría asegurar, incluso, que
en medio de sus diferencias, han sabido encontrar un punto de encuentro, un
oasis de entendimiento que los ha llevado a dejar de lado sus propios orgullos
y, de vez en cuando, demostrarse algo parecido al amor.
La historia con su madre era la
otra cara de la moneda. Desde bebé, ella solía decirle: mi príncipe azul, mi
ternurita, mi querubín, mi flaco, mi tesoro; y él le respondía con besos en la
mejilla y cartitas de amor hechas con lápices de colores. No obstante, eso no
impidió que su mamá también le imbuyera en la época colegial las enseñanzas
bíblicas de antiguo y nuevo testamento, lo obligue a asistir a la misa interdiaria,
a confesarse semanalmente, a participar en jornadas espirituales y a recibir
los sacramentos de la religión católica. Las cosas cambiaron un poco cuando
Diego fue a la universidad, su relación se volvió más frívola, más distante, ya
no se necesitaban con tanto fervor. Pero a pesar de las vicisitudes, nunca han
dejado de ser amigos y de quererse implícitamente.
David Guevara sabe que sus padres
han hecho mucho por él en los últimos 28 años, es consciente de que han trabajo
duro para que no le falte un plato de comida o ropa o algún engreimiento propio
de su juventud. Pero con todo lo que ha leído y ha sabido aprender sobre el
amor y las relaciones de pareja, ha llegado a la extrema conclusión de que sus
padres jamás debieron casarse, nunca debieron dejar que la relación tóxica que
primaba en sus vidas llegue hasta el altar, y menos aún se concrete con cuatro
hijos. Es un error que David sabe, no debieron cometer, pese a que ello
implique afirmar su propia hipotética inexistencia. Las peleas, la separación y
el posterior divorcio fueron hechos que marcaron a David y a sus hermanos, que
terminaron creciendo con un semblante taciturno y apagado, y una inseguridad en
sí mismos constante que, al menos a él, le ha jugado malas pasadas.
Son las tres de la mañana y David
cierra los ojos y trata de volver a dormir, hasta que siente que tocan su mano
y recibe un nimio cariño en sus dedos. Voltea la mirada y ve a su novia junto a
él. Cuando está dormida, sus labios se separan ligeramente uno del otro, sus cabellos
zambos se desordenan más de lo normal, y su maquillaje ha desaparecido por
completo. Al dormir, ella muestra su naturalidad máxima, es ella tal cual, sin
caretas ni adornos, y David la ama así. En ese momento, sabe que ella es la
inspiración más grande de su bizarro existir, sabe que a pesar de todas las
dificultades que ha tenido que pasar, a pesar de todas las decepciones que ha
sufrido, a pesar de las lágrimas que ha derramado, y a pesar de todo lo que le
espera por recorrer, en ese instante la vida tiene sentido.
La vida tiene sentido cuando ella
está allí, con su risa pegajosa, su mirada coqueta y sus rulos elocuentes. No
importa nada si ella lo abraza y le dice que lo ama y lo besa en el cuello y en
la oreja. Importa poco el pasado cuando ella le confiesa que está enamorada de
él y que quiere pasar así el resto de su existir. La vida tiene mucho sentido
cuando David voltea a verla, le devuelve el cariño en sus dedos y poco a poco,
va olvidando las pesadillas que acaba de padecer, y se va quedando dormido,
sabiendo que dentro de unas horas, toda su familia llegará a visitarlo para
cantarle el cumpleaños feliz.
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