LA
PENSIÓN
Llegué
a Piura una mañana nublada de marzo del 2009, junto a mi madre. Ni bien salimos
de la agencia de buses buscamos un taxi hacia la dirección que a ella le habían
dado. Muchos de los taxistas nos veían con nuestras maletas y querían
aprovecharse con el precio. Finalmente, uno accedió a llevarnos por 10 soles,
que era lo que teníamos presupuestado.
Sin
embargo, a medio camino, el taxi se averió en plena avenida Sullana.
Mi
madre increpó al chofer por tener su vehículo en mal estado. Le advirtió que no
le pagaría ni un sol. El hombre sonrió nervioso y aceptó sin discutir.
Pese
al incidente, yo solo pensaba en que tenía hambre.
Bajamos
del auto averiado y, felizmente, el mismo taxista nos ayudó a tomar otro carro,
que nos cobró solo 5 soles. “Salimos ganando”, me susurró mi madre, mostrando
una sonrisa pícara.
Cuando
llegamos al condominio, un guachimán se apresuró a ayudarnos con las maletas.
“¿A
qué casa van?”, consultó.
“A
la casa de la señora Liliana Sinóvac”, le respondió mi madre.
“Es
por acá”, contestó el vigilante.
Nos
condujo por un camino hecho de piedras lisas, grises y rojas, rodeadas de
jardines y casas con diseños peculiares.
De
pronto, un perro salió ladrando de una de ellas, dándome un susto tremendo.
“¡Saque,
saque!”, le dijo mi madre, haciendo el ademán de coger una piedra.
“No
hace nada, no muerde”. Una voz nos sorprendió desde una de las ventanas de la
casa de donde salió el perro.
Pese
a que la ventana estaba enmallada, pude distinguir a una mujer joven, de unos
treinta años, vestida con el uniforme de un banco. Al ver mi rostro asustado,
me sonrió, como disculpándose por su irreverente mascota.
Me
sonrojé y miré de reojo a mi madre, quien mantuvo la mirada firme.
Seguimos
caminando y finalmente llegamos a la casa indicada. Era un edificio de concreto
pintado de blanco, con pequeñas ventanas rectangulares que tenían marcos de
madera y cortinas blancas.
El
vigilante tocó el timbre y se despidió con amabilidad.
“Muy
agradecida, Dios lo bendiga”, le dijo mi madre, a lo que el hombre respondió
con una leve reverencia.
De
pronto, la puerta tronó y de golpe, un hombre mayor, de test blanca y escaso
cabello se apareció ante nosotros con una gran sonrisa.
“Buenos
días, soy Dusan Sinóvac”, nos dijo. “Pasen, bienvenidos”, agregó, haciendo un
ademán para que entremos.
Debo
confesar que estaba nervioso. En ese momento no era más que un chico de 16
años, tímido y con pocos temas de conversación. Por eso, me demoré más de la
cuenta cargando las maletas, esperando no ser testigo de la tensión inicial de
quienes recién se conocen.
Ya
acomodado en el mueble, pude observar mejor el interior de la casa. La sala
estaba llena de aparatos de madera que parecían sencillos, pero que seguro -pensaba
yo- eran caros. En las paredes lucían grandes pinturas donde primaba el color
celeste y las referencias al mar y al verano. Pude notar que todas las obras
tenían una firma común en la parte inferior derecha. Intenté acercarme para
tratar de reconocer la rúbrica, pero me resultó muy lejano.
“Comunicaciones,
¿verdad?”, me preguntó de pronto el hombre.
“Sí,
señor, esa es la carrera”, contesté torpemente. Iba a agregar un relleno a mi
respuesta cuando, de un momento a otro, apareció detrás de una pared una mujer
morena de cabello dorado y lentes de media luna.
Era
la señora Liliana, imaginé, con quien nos habíamos contactado.
Sin
inhibirse, se nos acercó a mí y a mi madre y nos saludó con un beso y un
abrazo, como si nos conociera de toda la vida.
Después
de presentarnos y firmar el contrato de alquiler, la señora Liliana nos invitó
a pasar a la pensión universitaria donde yo iba a alojarme.
Atravesamos
una mampara hacia un patio lleno de plantas coloridas. Luego, llegamos a una
escalera escondida detrás de un muro y subimos a la segunda planta, donde pude
notar hasta tres habitaciones contiguas. Aunque todas tenían las puertas
cerradas, se escuchaba un sonido diferente dentro de cada una.
Fuimos
avanzando por un pasillo y, casi al llegar al fondo de este, la señora Liliana abrió
la habitación y con un además de manos nos hizo pasar.
“Es
el segundo cuarto más grande que tengo. Es perfecta para estudiar, fresca y
silenciosa”, comentó.
Lentamente
fui ingresando al aposento y ya con mis cosas adentro, pude echarle un vistazo.
Era un cuarto amplio, con una ventana en la parte central que, pese a que
estaba tapada por un gran algarrobo, permitía la entrada amplia de luz natural.
El closet también era ancho y con numerosos cajones. Junto a la cama había una
mesa de noche, y encima, una lámpara de color negro, que tenía atada un lazo
verde que tenía una frase impresa: “All you need is love”.
En
el baño pude advertir una generosa tina. “Perfecto para el calor piurano”,
pensé. “Acá definitivamente tengo que meterme con una chica, si es que consigo chica,
claro”, aluciné. Me reí para mis adentros.
“Bueno,
acá les dejo la llave. Estaré abajo, cualquier cosa me avisan”, nos dijo la
señora Liliana, cerrando la puerta tras de sí.
Mi
madre me miró y me preguntó: “¿Te gusta?”.
“Me
encanta”, le dije.
Ella
sonrió complacida. Luego, caminó hacia la ventana y, tras correr las cortinas,
se quedó mirando el algarrobo. Parecía pensativa.
Solo
atiné a sentarme en la cama y mirar mi celular.
“Te
voy a extrañar hijo”, lanzó de pronto.
En
ese momento no lo sabía, pero ese cuarto iba a ser testigo de miles de
circunstancias que cambiarían mi vida. Viviendo lejos de mi madre y mis
hermanos, conociendo gente nueva y aprendiendo.
Allí,
en esa pensión piurana, además de forjar mi profesión, forje parte de mi
carácter. Celebré victorias y lloré de derrotas. También, claro está, conocí el
amor banal, el carnal y el verdadero. Pero sobretodo, en esa pensión, se quedó
parte de mi alma y mis recuerdos, porque estoy seguro que allí pasé una de las
mejores etapas de mi vida.
Excelente! Refleja la mejor etapa, una en la que somos una planta en busca de sol, agua y aire y así crecer en tallo pero sobre todo con raíces fuertes.
ResponderEliminar