jueves, 30 de marzo de 2023

LA PENSIÓN

LA PENSIÓN

Llegué a Piura una mañana nublada de marzo del 2009, junto a mi madre. Ni bien salimos de la agencia de buses buscamos un taxi hacia la dirección que a ella le habían dado. Muchos de los taxistas nos veían con nuestras maletas y querían aprovecharse con el precio. Finalmente, uno accedió a llevarnos por 10 soles, que era lo que teníamos presupuestado.

Sin embargo, a medio camino, el taxi se averió en plena avenida Sullana.

Mi madre increpó al chofer por tener su vehículo en mal estado. Le advirtió que no le pagaría ni un sol. El hombre sonrió nervioso y aceptó sin discutir.

Pese al incidente, yo solo pensaba en que tenía hambre.

Bajamos del auto averiado y, felizmente, el mismo taxista nos ayudó a tomar otro carro, que nos cobró solo 5 soles. “Salimos ganando”, me susurró mi madre, mostrando una sonrisa pícara.

Cuando llegamos al condominio, un guachimán se apresuró a ayudarnos con las maletas.

“¿A qué casa van?”, consultó.

“A la casa de la señora Liliana Sinóvac”, le respondió mi madre.

“Es por acá”, contestó el vigilante.

Nos condujo por un camino hecho de piedras lisas, grises y rojas, rodeadas de jardines y casas con diseños peculiares.

De pronto, un perro salió ladrando de una de ellas, dándome un susto tremendo.

“¡Saque, saque!”, le dijo mi madre, haciendo el ademán de coger una piedra.

“No hace nada, no muerde”. Una voz nos sorprendió desde una de las ventanas de la casa de donde salió el perro.

Pese a que la ventana estaba enmallada, pude distinguir a una mujer joven, de unos treinta años, vestida con el uniforme de un banco. Al ver mi rostro asustado, me sonrió, como disculpándose por su irreverente mascota.

Me sonrojé y miré de reojo a mi madre, quien mantuvo la mirada firme.

Seguimos caminando y finalmente llegamos a la casa indicada. Era un edificio de concreto pintado de blanco, con pequeñas ventanas rectangulares que tenían marcos de madera y cortinas blancas.

El vigilante tocó el timbre y se despidió con amabilidad.

“Muy agradecida, Dios lo bendiga”, le dijo mi madre, a lo que el hombre respondió con una leve reverencia.

De pronto, la puerta tronó y de golpe, un hombre mayor, de test blanca y escaso cabello se apareció ante nosotros con una gran sonrisa.

“Buenos días, soy Dusan Sinóvac”, nos dijo. “Pasen, bienvenidos”, agregó, haciendo un ademán para que entremos.

Debo confesar que estaba nervioso. En ese momento no era más que un chico de 16 años, tímido y con pocos temas de conversación. Por eso, me demoré más de la cuenta cargando las maletas, esperando no ser testigo de la tensión inicial de quienes recién se conocen.

Ya acomodado en el mueble, pude observar mejor el interior de la casa. La sala estaba llena de aparatos de madera que parecían sencillos, pero que seguro -pensaba yo- eran caros. En las paredes lucían grandes pinturas donde primaba el color celeste y las referencias al mar y al verano. Pude notar que todas las obras tenían una firma común en la parte inferior derecha. Intenté acercarme para tratar de reconocer la rúbrica, pero me resultó muy lejano.

“Comunicaciones, ¿verdad?”, me preguntó de pronto el hombre.

“Sí, señor, esa es la carrera”, contesté torpemente. Iba a agregar un relleno a mi respuesta cuando, de un momento a otro, apareció detrás de una pared una mujer morena de cabello dorado y lentes de media luna.

Era la señora Liliana, imaginé, con quien nos habíamos contactado.

Sin inhibirse, se nos acercó a mí y a mi madre y nos saludó con un beso y un abrazo, como si nos conociera de toda la vida.

Después de presentarnos y firmar el contrato de alquiler, la señora Liliana nos invitó a pasar a la pensión universitaria donde yo iba a alojarme.

Atravesamos una mampara hacia un patio lleno de plantas coloridas. Luego, llegamos a una escalera escondida detrás de un muro y subimos a la segunda planta, donde pude notar hasta tres habitaciones contiguas. Aunque todas tenían las puertas cerradas, se escuchaba un sonido diferente dentro de cada una.

Fuimos avanzando por un pasillo y, casi al llegar al fondo de este, la señora Liliana abrió la habitación y con un además de manos nos hizo pasar.

“Es el segundo cuarto más grande que tengo. Es perfecta para estudiar, fresca y silenciosa”, comentó.

Lentamente fui ingresando al aposento y ya con mis cosas adentro, pude echarle un vistazo. Era un cuarto amplio, con una ventana en la parte central que, pese a que estaba tapada por un gran algarrobo, permitía la entrada amplia de luz natural. El closet también era ancho y con numerosos cajones. Junto a la cama había una mesa de noche, y encima, una lámpara de color negro, que tenía atada un lazo verde que tenía una frase impresa: “All you need is love”.

En el baño pude advertir una generosa tina. “Perfecto para el calor piurano”, pensé. “Acá definitivamente tengo que meterme con una chica, si es que consigo chica, claro”, aluciné. Me reí para mis adentros.

“Bueno, acá les dejo la llave. Estaré abajo, cualquier cosa me avisan”, nos dijo la señora Liliana, cerrando la puerta tras de sí.

Mi madre me miró y me preguntó: “¿Te gusta?”.

“Me encanta”, le dije.

Ella sonrió complacida. Luego, caminó hacia la ventana y, tras correr las cortinas, se quedó mirando el algarrobo. Parecía pensativa.

Solo atiné a sentarme en la cama y mirar mi celular. 

“Te voy a extrañar hijo”, lanzó de pronto.

En ese momento no lo sabía, pero ese cuarto iba a ser testigo de miles de circunstancias que cambiarían mi vida. Viviendo lejos de mi madre y mis hermanos, conociendo gente nueva y aprendiendo.

Allí, en esa pensión piurana, además de forjar mi profesión, forje parte de mi carácter. Celebré victorias y lloré de derrotas. También, claro está, conocí el amor banal, el carnal y el verdadero. Pero sobretodo, en esa pensión, se quedó parte de mi alma y mis recuerdos, porque estoy seguro que allí pasé una de las mejores etapas de mi vida.


1 comentario:

  1. Excelente! Refleja la mejor etapa, una en la que somos una planta en busca de sol, agua y aire y así crecer en tallo pero sobre todo con raíces fuertes.

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