miércoles, 20 de febrero de 2019

Vanesa Del Castillo


Cuando Vanesa Del Castillo cruzó el umbral de la puerta me cayó mal. Tenía una mirada profunda, fría, una mirada juzgadora, con aires de superioridad. Sería mentira decir que ella también me miró, porque no lo hizo. Se quedó en la entrada mirando el salón, observando las carpetas, las ventanas, el pizarrón. Parecía que todo le fastidiaba, porque levantaba las cejas haciendo un gesto que parecía de burla. Luego, lentamente, se dirigió a un asiento que se encontraba vacío, en la primera fila. Todo el salón estaba atento a lo que ella hacía, se sentía un silencio molestoso. De pronto, Vanesa estornudó. “¡Achí!”, gritó. Luego giró hacia nosotros como esperando que alguien le diga “salud”, pero nadie, ni siquiera el silencio que la acosaba, lo hizo. Entonces volvió a su postura, indignada.

Lo que no sabía Vanesa era que en el colegio al que ella había llegado ningún alumno decía “salud”, ni “gracias”, ni nada. Todo era mentadas de madre, mierdeadas, jugarretas y chacota. La mayoría de chicos que estudiábamos allí teníamos el pelo grasoso, sin lavar, porque lavarse era para los tontos y anticuados; y tirarse la pera te daba más popularidad que cualquier nota de examen. Ni el brigadier se salvaba, todos habían hecho chacota por lo menos una vez, todos, incluyéndome a mí, que había terminado más de una vez en la oficina de disciplina. Pero Vanesa se veía diferente. Tenía pecas en su rostro blanco, ojos claros, pelo castaño, dientes parejos, nada de granos y nariz perfilada. Toda una princesa.

Su extremada pulcritud me exasperaba. Sin embargo, a pesar de su perentoria hermosura, no me gustaba, no me atraía, no había recibido ese flechazo del que muchos de mis compañeros – se notaba por su cara de embobados- ya habían sido víctimas. Al menos hasta ese momento, yo era libre de cualquier sentimiento, y por supuesto, insubordinado de su hechizo encantador. Creo que esa fue una de las razones por las que la conocí antes que los demás. Fue de un momento a otro, no me lo esperaba.

“Para este ejercicio, se juntarán en parejas”, dijo la profesora. Yo giré en busca de Miguel, un amigo con el que siempre hacía los trabajos. Levanté la cabeza en busca de él, giré para por los dos lados, me paré para divisar bien, y caí en la cuenta de que Miguel había faltado a clases.
Entonces empezó todo. Me senté nuevamente en mi silla, esperando que alguien se fije en mí y me pida ser su compañero, pero nadie apareció. “Bueno, ¿ya están agrupados?, entonces les explicaré lo que tienen que hacer”, dijo la maestra dirigiéndose al pizarrón, “En primer lugar…”.

“Espere profesora, yo no tengo compañero”, resonó una voz. Y todos voltearon a mirar de dónde provenía. Era Vanesa Del Castillo, la chica pituca que acababa de llegar de Lima, la que parecía una princesa, la que me caía mal. “¿Alguien más no tiene pareja?”, preguntó la profesora. Esos segundos endemoniados cuando uno sabe que debe decir “Yo” a toda la clase, y toda la clase volteará a verte, y serás el punto de mirada por cinco minutos… los odiaba, pero no tuve más remedio. “Yo, profesora”. 

“Muy bien, Barragán, jale su silla y pase a sentarse con Del Castillo, harán el trabajo juntos”. Algunos chacoteros silbaron y me felicitaron, como si hubiese conseguido un premio, a lo que yo respondí con un gesto obsceno.

Cuando por fin estuve a su lado, no pude evitar percibir un olor atrayente. Olía como a flores de cementerio. Al instante recordé  las sempiternas conversaciones con mi abuela frente a la tumba de su esposo, Rosendo Mallorca, mi abuelo, a quien nunca conocí. La profesora empezó a explicar el trabajo y yo anoté lo que pude.

Al fin, terminó de explicar, y yo miré a Vanesa. Debo confesar que tuve miedo, porque no sabría qué hacer si ella me hablaba, o si me preguntaba algo. “Está bien, sé algo de esto”, dijo ella sin dejar de ver lo que había anotado. “Tú haz la mitad de los ejercicios, yo haré la otra”, y me miró. Su mirada se clavó en mí y yo supe que estaba rojo de vergüenza. Quise responder, pero temó que me temblara la voz. A final solo asentí y comencé a resolver los pocos ejercicios que había anotado. Las matemáticas se me daban muy mal, siempre que había un examen de números yo me copiaba de Carlos, al que de apodo le decíamos “Einstein”, a cambio yo le soplaba las respuestas en literatura, que no era su fuerte.

Yo observaba los ejercicios como cosas anómalas. Estaban allí, quietos, esperando a ser resueltos. Para pasar el tiempo, llamé a la profesora con la excusa de que me explicara, pero esta, desde su escritorio, me hizo un gesto con la mano haciéndome saber que no vendría. Luego señaló la pizarra, donde había puesto una frase que decía: “Práctica calificada”. Resignado me eché sobre el pupitre y esperé. “¿No te sale ninguno?”, me preguntó Vanesa. Yo, sin mirarla, respondí: “Ninguno, creo que los números me odian”. Y ella empezó a reír. Movía sus labios de forma curiosa y al sonreír, la pequeña nariz se le arrugaba un poco. “¿Cómo te llamas?”, me preguntó. “Norberto, ¿Y tú?”, pregunté, “Vanesa”, me dijo, y volvió a sonreír. 

En ese momento sentía miradas en mi nuca y escuchaba susurros quisquillosos. Parecía que todo el salón estaba pendiente de que lo que Vanesa y yo conversábamos. Volteé la cabeza y comprobé que la mayoría de mis compañeros me miraban a mí, y a mi nueva compañera, que ya no me caía mal.



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