Cuando Vanesa Del Castillo cruzó
el umbral de la puerta me cayó mal. Tenía una mirada profunda, fría, una mirada
juzgadora, con aires de superioridad. Sería mentira decir que ella también me
miró, porque no lo hizo. Se quedó en la entrada mirando el salón, observando
las carpetas, las ventanas, el pizarrón. Parecía que todo le fastidiaba, porque
levantaba las cejas haciendo un gesto que parecía de burla. Luego, lentamente, se
dirigió a un asiento que se encontraba vacío, en la primera fila. Todo el salón
estaba atento a lo que ella hacía, se sentía un silencio molestoso. De pronto,
Vanesa estornudó. “¡Achí!”, gritó. Luego giró hacia nosotros como esperando que
alguien le diga “salud”, pero nadie, ni siquiera el silencio que la acosaba, lo
hizo. Entonces volvió a su postura, indignada.
Lo que no sabía Vanesa era que en
el colegio al que ella había llegado ningún alumno decía “salud”, ni “gracias”,
ni nada. Todo era mentadas de madre, mierdeadas, jugarretas y chacota. La
mayoría de chicos que estudiábamos allí teníamos el pelo grasoso, sin lavar,
porque lavarse era para los tontos y anticuados; y tirarse la pera te daba más
popularidad que cualquier nota de examen. Ni el brigadier se salvaba, todos habían
hecho chacota por lo menos una vez, todos, incluyéndome a mí, que había
terminado más de una vez en la oficina de disciplina. Pero Vanesa se veía diferente.
Tenía pecas en su rostro blanco, ojos claros, pelo castaño, dientes parejos,
nada de granos y nariz perfilada. Toda una princesa.
Su extremada pulcritud me
exasperaba. Sin embargo, a pesar de su perentoria hermosura, no me gustaba, no
me atraía, no había recibido ese flechazo del que muchos de mis compañeros – se
notaba por su cara de embobados- ya habían sido víctimas. Al menos hasta ese
momento, yo era libre de cualquier sentimiento, y por supuesto, insubordinado
de su hechizo encantador. Creo que esa fue una de las razones por las que la
conocí antes que los demás. Fue de un momento a otro, no me lo esperaba.
“Para este ejercicio, se juntarán
en parejas”, dijo la profesora. Yo giré en busca de Miguel, un amigo con el que
siempre hacía los trabajos. Levanté la cabeza en busca de él, giré para por los
dos lados, me paré para divisar bien, y caí en la cuenta de que Miguel había
faltado a clases.
Entonces empezó todo. Me senté
nuevamente en mi silla, esperando que alguien se fije en mí y me pida ser su
compañero, pero nadie apareció. “Bueno, ¿ya están agrupados?, entonces les
explicaré lo que tienen que hacer”, dijo la maestra dirigiéndose al pizarrón,
“En primer lugar…”.
“Espere profesora, yo no tengo
compañero”, resonó una voz. Y todos voltearon a mirar de dónde provenía. Era
Vanesa Del Castillo, la chica pituca que acababa de llegar de Lima, la que
parecía una princesa, la que me caía mal. “¿Alguien más no tiene pareja?”,
preguntó la profesora. Esos segundos endemoniados cuando uno sabe que debe
decir “Yo” a toda la clase, y toda la clase volteará a verte, y serás el punto
de mirada por cinco minutos… los odiaba, pero no tuve más remedio. “Yo,
profesora”.
“Muy bien, Barragán, jale su silla y pase a sentarse con Del
Castillo, harán el trabajo juntos”. Algunos chacoteros silbaron y me
felicitaron, como si hubiese conseguido un premio, a lo que yo respondí con un gesto
obsceno.
Cuando por fin estuve a su lado,
no pude evitar percibir un olor atrayente. Olía como a flores de cementerio. Al
instante recordé las sempiternas
conversaciones con mi abuela frente a la tumba de su esposo, Rosendo Mallorca, mi
abuelo, a quien nunca conocí. La profesora empezó a explicar el trabajo y yo
anoté lo que pude.
Al fin, terminó de explicar, y yo
miré a Vanesa. Debo confesar que tuve miedo, porque no sabría qué hacer si ella
me hablaba, o si me preguntaba algo. “Está bien, sé algo de esto”, dijo ella
sin dejar de ver lo que había anotado. “Tú haz la mitad de los ejercicios, yo
haré la otra”, y me miró. Su mirada se clavó en mí y yo supe que estaba rojo de
vergüenza. Quise responder, pero temó que me temblara la voz. A final solo
asentí y comencé a resolver los pocos ejercicios que había anotado. Las
matemáticas se me daban muy mal, siempre que había un examen de números yo me
copiaba de Carlos, al que de apodo le decíamos “Einstein”, a cambio yo le
soplaba las respuestas en literatura, que no era su fuerte.
Yo observaba los ejercicios como
cosas anómalas. Estaban allí, quietos, esperando a ser resueltos. Para pasar el
tiempo, llamé a la profesora con la excusa de que me explicara, pero esta,
desde su escritorio, me hizo un gesto con la mano haciéndome saber que no
vendría. Luego señaló la pizarra, donde había puesto una frase que decía:
“Práctica calificada”. Resignado me eché sobre el pupitre y esperé. “¿No te
sale ninguno?”, me preguntó Vanesa. Yo, sin mirarla, respondí: “Ninguno, creo
que los números me odian”. Y ella empezó a reír. Movía sus labios de forma
curiosa y al sonreír, la pequeña nariz se le arrugaba un poco. “¿Cómo te llamas?”,
me preguntó. “Norberto, ¿Y tú?”, pregunté, “Vanesa”, me dijo, y volvió a
sonreír.
En ese momento sentía miradas en
mi nuca y escuchaba susurros quisquillosos. Parecía que todo el salón estaba
pendiente de que lo que Vanesa y yo conversábamos. Volteé la cabeza y comprobé
que la mayoría de mis compañeros me miraban a mí, y a mi nueva compañera, que
ya no me caía mal.
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