Una gota de sudor bajó por mi
frente hasta llegar a mi oreja derecha y me produjo una comezón inesperada que
terminó haciendo que me levante de la cama más temprano de lo que imaginaba: a
las seis de la mañana, una hora que siempre he calificado como terrible,
horrorosa, atroz, abominable. Una hora que odio desde que era un niño y me
tocaba ir al colegio de sacerdotes donde mis padres me matricularon. Una hora
en la que, considero, ningún hombre debería despertarse, salvo alguna urgencia
médica.
Pero esa mañana me vi obligado a
romper con la rutina que mantengo hace más de diez años y que no he roto salvo
esporádicas ocasiones, como cuando mi perra Zaza dio a luz a tres cachorros
bullmastiff, mi madre tuvo que ser intervenida quirúrgicamente, o cuando he
tenido que ir al aeropuerto para tomar vuelos madrugadores. Sin embargo, aquella
vez, la gran culpable fue la naturaleza concretizada en el calor maléfico.
Llegué a esta ciudad huyendo del
frío nocivo de la capital y no tengo por qué quejarme. Durante los primeros seis
meses me han tratado bien, me he sentido como en casa, y sobre todo, he dejado
empolvarse los innumerables abrigos de piel y cuero que solía tener a la mano
en la ciudad donde antes vivía. No obstante, el verano me ha golpeado como
golpean las aguas del Gocta a las rocas que están en las faldas del cerro: de
forma brutal, feroz, violenta. Y lo peor no fue haberme levantado en el alba.
No, eso no fue lo más penoso. Lo más angustiante era saber que ese día llegaríamos
a cuarenta y dos grados centígrados de temperatura.
Durante la mañana me mantuve
tranquilo, relajado, tratando de hacer el menor esfuerzo físico posible para no
sudar. Prendí el único ventilador que tengo, y me senté a desayunar mientras
veía las noticias. Pero el calor, cual monstruo implacable, cual asesino
sigiloso, cual depredador inminente, lanzó su segundo golpe certero, haciendo
que no calcule bien la temperatura del café y termine calentándolo más de lo
debido.
Por un momento pensé en no tomarlo
o esperar que se enfríe, hasta que recordé que, teniendo en cuenta el valor del
sobre de ese café que compre en Colombia, cada tasa valía aproximadamente quince
dólares americanos, y pensé que sería un desperdicio no aprovecharlo, y que una
tacita no calentaría tanto mi cuerpo. Craso error. A partir de allí, empecé a
sudar como loco. Y el bochorno no me pasó ni con la ducha que me di antes de ir
al trabajo. Llegué a la oficina con la camisa mojada y la cara húmeda. Sentía
que hasta mis calzoncillos se habían humedecido.
En ese momento crucial, el karma
hizo lo suyo: el aire acondicionado, que usualmente me tranquilizaba y me hacía
pensar que la vida es hermosa, estaba malogrado. Ya habían llegado los
técnicos, pero por la expresión de sus caras noté que al menos durante ese día,
no lograrían repararlo. Me pasé la mañana sentado en mi cubículo, echándome
aire con un papel bond doblado por la mitad, secándome el sudor con mi vetusto
pañuelo, maldiciendo mi suerte y arrepintiéndome de tomar decisiones abruptas
en lo que se refiere a mudanzas.
Como enviados por el mismísimo
lucifer, los cocineros del cafetín
decidieron hacer sopa de pollo y ají de gallina, por lo que opté por no
almorzar y llenar mi estómago con jugos de frutas y agua helada. Al final,
obviamente, la falta de sólido en mi estómago hizo que el hambre me carcomiera y
me ponga de mal humor.
La hora de salida fue un pequeño
oasis en el desierto día, pero al caminar por la calle, mientras caía el sol,
sentí que estaba en el infierno. Incluso, por ratos, juro haber visto a mi
abuelo del otro lado de la acera, andando con sus botas de vaquero y su
sombrero de paja, y fumando su pipa cubana.
Al llegar a casa me saqué la ropa
como un animal, tiré todo al piso y fui corriendo a la ducha, donde finalmente
el calor me dio el golpe mortal: no había agua. Desnudo, busqué mi teléfono y pedí
explicaciones al casero del edificio, que me confirmó la terrible noticia: no
habría servicio hasta el día siguiente. Fue como si un león me hubiera dado una
gran mordida en la yugular.
Agotado y sintiéndome
desfallecer, abrí las ventanas de par en par, me arrodillé frente al astro y
levanté las manos. En ese momento, los cuarenta y dos grados de temperatura habían
terminado su trabajo conmigo, y pensé que lo más justo era rendirme ante el
poderoso sol abrasador.
Bien, amigo. Lo leì de cabo a rabo. No sabìa que tenìas estàs...como decirlo, estas ¿ganas? bueno, que escribias crònicas màs allà de tus notas deportivas. Felicidades. Un abrazo enorme.
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