viernes, 1 de marzo de 2019

Cuarenta y dos grados.


Una gota de sudor bajó por mi frente hasta llegar a mi oreja derecha y me produjo una comezón inesperada que terminó haciendo que me levante de la cama más temprano de lo que imaginaba: a las seis de la mañana, una hora que siempre he calificado como terrible, horrorosa, atroz, abominable. Una hora que odio desde que era un niño y me tocaba ir al colegio de sacerdotes donde mis padres me matricularon. Una hora en la que, considero, ningún hombre debería despertarse, salvo alguna urgencia médica.

Pero esa mañana me vi obligado a romper con la rutina que mantengo hace más de diez años y que no he roto salvo esporádicas ocasiones, como cuando mi perra Zaza dio a luz a tres cachorros bullmastiff, mi madre tuvo que ser intervenida quirúrgicamente, o cuando he tenido que ir al aeropuerto para tomar vuelos madrugadores. Sin embargo, aquella vez, la gran culpable fue la naturaleza concretizada en el calor maléfico.

Llegué a esta ciudad huyendo del frío nocivo de la capital y no tengo por qué quejarme. Durante los primeros seis meses me han tratado bien, me he sentido como en casa, y sobre todo, he dejado empolvarse los innumerables abrigos de piel y cuero que solía tener a la mano en la ciudad donde antes vivía. No obstante, el verano me ha golpeado como golpean las aguas del Gocta a las rocas que están en las faldas del cerro: de forma brutal, feroz, violenta. Y lo peor no fue haberme levantado en el alba. No, eso no fue lo más penoso. Lo más angustiante era saber que ese día llegaríamos a cuarenta y dos grados centígrados de temperatura.

Durante la mañana me mantuve tranquilo, relajado, tratando de hacer el menor esfuerzo físico posible para no sudar. Prendí el único ventilador que tengo, y me senté a desayunar mientras veía las noticias. Pero el calor, cual monstruo implacable, cual asesino sigiloso, cual depredador inminente, lanzó su segundo golpe certero, haciendo que no calcule bien la temperatura del café y termine calentándolo más de lo debido.

Por un momento pensé en no tomarlo o esperar que se enfríe, hasta que recordé que, teniendo en cuenta el valor del sobre de ese café que compre en Colombia, cada tasa valía aproximadamente quince dólares americanos, y pensé que sería un desperdicio no aprovecharlo, y que una tacita no calentaría tanto mi cuerpo. Craso error. A partir de allí, empecé a sudar como loco. Y el bochorno no me pasó ni con la ducha que me di antes de ir al trabajo. Llegué a la oficina con la camisa mojada y la cara húmeda. Sentía que hasta mis calzoncillos se habían humedecido.

En ese momento crucial, el karma hizo lo suyo: el aire acondicionado, que usualmente me tranquilizaba y me hacía pensar que la vida es hermosa, estaba malogrado. Ya habían llegado los técnicos, pero por la expresión de sus caras noté que al menos durante ese día, no lograrían repararlo. Me pasé la mañana sentado en mi cubículo, echándome aire con un papel bond doblado por la mitad, secándome el sudor con mi vetusto pañuelo, maldiciendo mi suerte y arrepintiéndome de tomar decisiones abruptas en lo que se refiere a mudanzas.

Como enviados por el mismísimo lucifer, los cocineros del  cafetín decidieron hacer sopa de pollo y ají de gallina, por lo que opté por no almorzar y llenar mi estómago con jugos de frutas y agua helada. Al final, obviamente, la falta de sólido en mi estómago hizo que el hambre me carcomiera y me ponga de mal humor.

La hora de salida fue un pequeño oasis en el desierto día, pero al caminar por la calle, mientras caía el sol, sentí que estaba en el infierno. Incluso, por ratos, juro haber visto a mi abuelo del otro lado de la acera, andando con sus botas de vaquero y su sombrero de paja, y fumando su pipa cubana.

Al llegar a casa me saqué la ropa como un animal, tiré todo al piso y fui corriendo a la ducha, donde finalmente el calor me dio el golpe mortal: no había agua. Desnudo, busqué mi teléfono y pedí explicaciones al casero del edificio, que me confirmó la terrible noticia: no habría servicio hasta el día siguiente. Fue como si un león me hubiera dado una gran mordida en la yugular.

Agotado y sintiéndome desfallecer, abrí las ventanas de par en par, me arrodillé frente al astro y levanté las manos. En ese momento, los cuarenta y dos grados de temperatura habían terminado su trabajo conmigo, y pensé que lo más justo era rendirme ante el poderoso sol abrasador.




1 comentario:

  1. Bien, amigo. Lo leì de cabo a rabo. No sabìa que tenìas estàs...como decirlo, estas ¿ganas? bueno, que escribias crònicas màs allà de tus notas deportivas. Felicidades. Un abrazo enorme.

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