David Torres, divorciado
lujurioso, adinerado por herencia, detallista para el trabajo, receloso con su
familia, temeroso de Dios y filántropo intermitente, se levanta todos los días
a las seis y media para ir al trabajo. Prepara el desayuno, ve un poco de
noticias y toma café con azúcar y huevos sancochados. Saca a pasear a su perro
Mesías, le deja comida y luego de vestirse, sube en su camioneta americana. Tiene aire acondicionado, pero no lo usa pese al calor que azota la ciudad
donde vive. Prefiere sentir el viento corriendo por su rostro y levantando sus
cabellos rizados.
Cuando llega al trabajo saluda haciendo
un ademán con la mano a sus compañeros y antes de sentarse en su silla
automática, la limpia con una franela roja que guarda celosamente en uno de sus
cajones. Hace lo mismo con su escritorio y su computadora. Mientras limpia,
levanta la mirada y ve la cámara de vigilancia instalada justo encima de su
espacio, y se pregunta si acaso su jefe está sentado del otro lado de la pantalla notando su acto de pulcritud.
Comienza su jornada laboral con
pesadez, pero convicción. Ya antes ha hecho números y ha calculado cuánto le
pagan por cada minuto sentado en ese escritorio, y le parece un sueldo justo.
Sabe que tiene un benevolente trabajo, no puede quejarse, más aun teniendo en
cuenta lo endeudado que terminó tras el difuso proceso de divorcio con Yaneth.
A media mañana le da hambre y va
a la máquina expendedora a escoger la galleta que comerá. Se demora alrededor
de cinco minutos divagando en lo fantástico que sería si esa máquina tan
moderna vendiera también papas rellenas o tortitas de choclo. Al final, escoge
una galleta sin sal, cero grasas, con sabor a miel. Hace varias semanas intenta
bajar de peso, o al menos bajar la circunferencia de su descuidado abdomen, que
ha ido creciendo desprolijo debido a su caos alimenticio en los últimos diez
años de casado.
Al mediodía suspende su
computadora, se levanta y va al comedor común. A pesar de sus 46 años, aún al
entrar en un lugar con tanta gente le embarga ese miedo de no tener con quién
sentarse o socializar. Todavía recuerda las épocas del colegio donde algunos
lo marginaban por sacar buenas notas o usar lentes de media luna. No obstante,
el repentino miedo es efímero y lo olvida mientras elige entre comer estofado
de pollo o pastel de carne.
Ya con su bandeja en las manos,
decide sentarse junto a los muchachos de contabilidad, que pese a ser menores
que él, congenian en chistes y usan sus mismas jergas, como si hablaran el
mismo lenguaje. Luego, retorna a su escritorio con pesadez, soltando de vez en
cuando gases silenciosos y rogando que nadie los detecte.
En un santiamén dan las cinco de
la tarde y David recoge sus cosas, se pone en pie y sale caminando a paso
lento. Otros de sus compañeros aún siguen trabajando, quizás porque están
atareados, o quizás porque quieren darle una largada buena impresión al jefe.
Lo cierto es que a David Torres no le da vergüenza ser el primero en irse.
Piensa que a él nunca le regalaron nada, y no tiene por qué regalarle minutos
extra a la empresa donde trabaja. Sin embargo, sabe que si fuera necesario, su
consciencia lo obligaría a quedarse y terminar el laburo.
Pero este día no. Este día ha
sido bueno y David ha podido concentrarse sin tapujos y avanzar los informes
que tenía pendientes y hasta adelantar algunos del día siguiente. Por eso, el
cuarentón camina orondo por el pasillo de la oficina, llega hasta la puerta de salida, donde se cruza con Evelyn.
Los de contabilidad la llaman la tetona Evelyn, por la gran prolijidad
que tienen los senos de la abogada. David la saluda con un beso en la mejilla y le abre la puerta
que da a la calle. Es evidente la química que hay entre los dos, pero David, en
este momento, en esta etapa de su vida, no está dispuesto a entablar ningún
tipo de relación con nadie, ni siquiera sexual. Por eso, a pesar de que ella
trata de invitarlo a beber unos tragos, él se disculpa, aludiendo que su perro
Mesías está enfermo y necesita de su cuidado.
Tras despedirse de Evelyn, David
no puede dejar de pensar que quizás, solo quizás, la verdadera razón por la que
todavía se rehúsa a salir con mujeres es porque una parte de él aún sigue
enamorada de Yaneth. Ese pensamiento lo perturba y lo llena de miedo. Al
emprender la marcha de regreso a su casa, sube todo el volumen de los parlantes
y mientras escucha rock de los ochenta, piensa que antes de dormir no podrá
resistir la tentación de masturbase pensando en los pechos de Evelyn.
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