lunes, 21 de enero de 2019

Un hombre divorciado.


David Torres, divorciado lujurioso, adinerado por herencia, detallista para el trabajo, receloso con su familia, temeroso de Dios y filántropo intermitente, se levanta todos los días a las seis y media para ir al trabajo. Prepara el desayuno, ve un poco de noticias y toma café con azúcar y huevos sancochados. Saca a pasear a su perro Mesías, le deja comida y luego de vestirse, sube en su camioneta americana. Tiene aire acondicionado, pero no lo usa pese al calor que azota la ciudad donde vive. Prefiere sentir el viento corriendo por su rostro y levantando sus cabellos rizados.

Cuando llega al trabajo saluda haciendo un ademán con la mano a sus compañeros y antes de sentarse en su silla automática, la limpia con una franela roja que guarda celosamente en uno de sus cajones. Hace lo mismo con su escritorio y su computadora. Mientras limpia, levanta la mirada y ve la cámara de vigilancia instalada justo encima de su espacio, y se pregunta si acaso su jefe está sentado del otro lado de la pantalla notando su acto de pulcritud.

Comienza su jornada laboral con pesadez, pero convicción. Ya antes ha hecho números y ha calculado cuánto le pagan por cada minuto sentado en ese escritorio, y le parece un sueldo justo. Sabe que tiene un benevolente trabajo, no puede quejarse, más aun teniendo en cuenta lo endeudado que terminó tras el difuso proceso de divorcio con Yaneth.

A media mañana le da hambre y va a la máquina expendedora a escoger la galleta que comerá. Se demora alrededor de cinco minutos divagando en lo fantástico que sería si esa máquina tan moderna vendiera también papas rellenas o tortitas de choclo. Al final, escoge una galleta sin sal, cero grasas, con sabor a miel. Hace varias semanas intenta bajar de peso, o al menos bajar la circunferencia de su descuidado abdomen, que ha ido creciendo desprolijo debido a su caos alimenticio en los últimos diez años de casado.

Al mediodía suspende su computadora, se levanta y va al comedor común. A pesar de sus 46 años, aún al entrar en un lugar con tanta gente le embarga ese miedo de no tener con quién sentarse o socializar. Todavía recuerda las épocas del colegio donde algunos lo marginaban por sacar buenas notas o usar lentes de media luna. No obstante, el repentino miedo es efímero y lo olvida mientras elige entre comer estofado de pollo o pastel de carne.

Ya con su bandeja en las manos, decide sentarse junto a los muchachos de contabilidad, que pese a ser menores que él, congenian en chistes y usan sus mismas jergas, como si hablaran el mismo lenguaje. Luego, retorna a su escritorio con pesadez, soltando de vez en cuando gases silenciosos y rogando que nadie los detecte.

En un santiamén dan las cinco de la tarde y David recoge sus cosas, se pone en pie y sale caminando a paso lento. Otros de sus compañeros aún siguen trabajando, quizás porque están atareados, o quizás porque quieren darle una largada buena impresión al jefe. Lo cierto es que a David Torres no le da vergüenza ser el primero en irse. Piensa que a él nunca le regalaron nada, y no tiene por qué regalarle minutos extra a la empresa donde trabaja. Sin embargo, sabe que si fuera necesario, su consciencia lo obligaría a quedarse y terminar el laburo.

Pero este día no. Este día ha sido bueno y David ha podido concentrarse sin tapujos y avanzar los informes que tenía pendientes y hasta adelantar algunos del día siguiente. Por eso, el cuarentón camina orondo por el pasillo de la oficina, llega hasta la puerta de salida, donde se cruza con Evelyn.

Los de contabilidad la llaman la tetona Evelyn, por la gran prolijidad que tienen los senos de la abogada. David la saluda  con un beso en la mejilla y le abre la puerta que da a la calle. Es evidente la química que hay entre los dos, pero David, en este momento, en esta etapa de su vida, no está dispuesto a entablar ningún tipo de relación con nadie, ni siquiera sexual. Por eso, a pesar de que ella trata de invitarlo a beber unos tragos, él se disculpa, aludiendo que su perro Mesías está enfermo y necesita de su cuidado.

Tras despedirse de Evelyn, David no puede dejar de pensar que quizás, solo quizás, la verdadera razón por la que todavía se rehúsa a salir con mujeres es porque una parte de él aún sigue enamorada de Yaneth. Ese pensamiento lo perturba y lo llena de miedo. Al emprender la marcha de regreso a su casa, sube todo el volumen de los parlantes y mientras escucha rock de los ochenta, piensa que antes de dormir no podrá resistir la tentación de masturbase pensando en los pechos de Evelyn.



No hay comentarios:

Publicar un comentario