martes, 8 de enero de 2019

Cuatro amigos.


Como cada sábado a las seis de la tarde, los cuatro amigos, Mario, David, Agnóstico y Dané, se encuentran en el centro de la ciudad para salir a andar. Todos tienen dieciocho años y su palpitante masculinidad hace que el cuarteto está desesperado por encontrar mujeres. Mientras caminan por las mórbidas calles del cercado, David propone ir a un bar pero el resto se opone casi al unísono. Antes ya lo han hecho y han terminado embriagándose sin conocer ni el nombre de la mesera.

Entonces Dané, el más osado, plantea lo que los demás no se atreven a decir: “Vamos al chongo”.

Al inicio la idea suena descabellada y hasta graciosa. Pero con el pasar de los minutos, la cosa toma forma, y tras el juramento de guardar bajo siete llaves el secreto de esa visita, se paran en la esquina de Bolognesi con Sáenz Peña a esperar un taxi.

Para los cuatro muchachos neófitos y timoratos, es complicado darle la dirección al venidero taxista. Ninguno quiere hacerlo. Juegan piedra, papel o tijera para decidirlo y el afortunado resulta Mario. Pero cuando llega el taxi, Mario se acongoja, se pone colorado, tartamudea y termina asustando al chofer, que solo atina a poner primera e irse.

El plan parece derrumbarse, cuando de pronto se detiene a su lado un tico destartalado de color blanco, con un solo faro prendido, del cual asoma un conductor de bigote prominente que les pregunta: “¿Taxi?”. Sin chistar Dané se le acerca y le propone: “Maestro, al chongo pe”. El taxista hace cinco con la mano y sin pensarlo los cuatro amigos ya están subidos en el viejo auto.

Durante el camino, el taxista saca un plátano de la guantera, lo pela, y se lo come suavemente, lo que produce silenciosas y cómplices carcajadas entre los amigos.

El trayecto hacia el prostíbulo es sinuoso, más aún cuando se alejan de la ciudad y toman un desvío, salen de la carretera y recorren un camino de tierra que parece no conducir a nada y que está a solo medio metro de un profundo dren.

No obstante, la pavorosa ruta se acaba cuando llegan a lo que parece una mini ciudad de luces extravagantes y música chinchosa. Lo primero que llama la atención de los cuatro compañeros es el gran cartel puesto en medio de todos los locales, donde está escrito: “La hora del sexo es”, acompañado del tiempo real y de la figura de una mujer contoneándose.

Del montón de locales, los cuatro amigos terminan optando por el más concurrido y popular: “Las florcitas”. Pagan tres soles, y tras un exhaustivo toqueteo de la seguridad, entran en lo que parece una vecindad penumbrosa, donde cuentan veinte cuartos con mujeres esperando en los umbrales de las puertas. Algunas de las habitaciones permanecen cerradas pues las chicas ya están atendiendo.

Los cuatro empiezan a recorrer las habitaciones y se someten a la desmedida seducción de las damiselas, algunas vestidas solo con una tanga, otras disfrazadas de enfermeras, otras de secretaria, y unas cuantas totalmente desnudas. Sin embargo, el cuarteto toma el momento con chacotería y sin excitarse demasiado, hasta que vuelven al punto donde empezaron el tour.

Ha llegado el momento de decidir qué hacer y ellos lo saben. Para los cuatro es complicado dejar el orgullo y aceptar que realmente quieren entrar y entregarse a las llamas de ese amor fugaz, de ese encuentro carnal que seguramente no durará más de quince minutos, pero que les servirá para tener una experiencia única en la vida.

“Yo voy”, lanza Dané. “Igual yo”, agrega David. Agnóstico y Mario solo afirman con la cabeza en señal de afirmación. Entonces, los cuatro se separan y cada uno elige a una chica.

Sin chistar, David entra al cuarto de una mujer que hablaba como colombiana, cuyos senos eran lo más sobresaliente de su cuerpo. El muchacho les ha mentido a todos: no es su primera vez, y sabe cómo funcionan este tipo de encuentros. Se saca el pantalón y las zapatillas, y deja el dinero en la mesita de noche. Desde afuera, los otros tres escuchan los gemidos de la tetona y envidian de forma silenciosa a su amigo.

No se lo dijo a nadie, pero a Mario la idea de ir al chongo no le había parecido del todo buena. Por eso, cuando entra a la habitación, le pide a la chica selvática que lo atiende que solo use los labios.

Agnóstico, por su parte, se atemoriza al ver el cuchitril de la mujer que lo recibe, y tan rápido como entra sale, sin siquiera bajarse los pantalones.

Dané, lejos de gastar rápido su energía corporal, decide entablar una conversación con Marilyn, la chica que ha elegido. Rápidamente congenian. Se siente química entre los dos, pese a la infame realidad que los rodea. Aunque él sabe que todo lo que ella le dice quizás no es verdad, prefiere creerle y pensar que Marilyn realmente es una universitaria oriunda de Sullana que solo busca dinero para sus estudios. Al final, Dané decide tocarla y aprovechar lo invertido, y aunque no termina el acto, consigue el número telefónico de la simpática muchacha, lo que hace que el joven se sienta satisfecho.

Pasado un rato el cuarteto se encuentra nuevamente en el centro del lugar  y cada uno empieza a contar lo que le sucedió dentro de la habitación. Ninguno dice la verdad, pero hacen que los demás disfruten con la anécdota ficticia. Después, regresan a la ciudad y terminan comiendo pizzas americanas y hawaianas.

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