La primera vez que me enamoré, o
que creí sentir amor, fue a los nueve años. Había en mi salón una niña de
ascendencia japonesa que tenía ojos brillosos y peinado inusual. Al inicio, ni
yo mismo sabía lo que sentía. Solo tenía el impulso de acercarme a ella,
enseñarle mis álbumes de Dragon Ball o
invitarle la mitad del pan con mantequilla que mi mamá me mandaba al colegio.
Casi todo el año escolar me la
pasé embobado por Dorotea Yokimoro. Así se llamaba. Recuerdo que escribía su
nombre en la parte trasera de mi cuaderno con lápices de todos los colores, y
también recuerdo que alguna vez mi madre encontró esos trazos, y sin tapujos le
confesé mi cariño por la niña japonesa. Mi madre, lejos de entenderme, fiel a
su instinto católico y a su personaje maternal celoso, me dijo que era muy niño
aún para sentir esas cosas y que me deje de tonterías.
Pero cual caballero errante,
seguí dando rienda a mi tendencia romántica y a mis ganas de querer acércame a
Dorotea. Hasta que una mañana se acabó todo. Justo cuando iba a acercármele a
invitarle una nueva mitad de pan con mantequilla, la vi de la mano con André,
otro niño del salón: estaban caminando sonrientes por el patio del recreo. Decepcionado,
me fui a llorar al lavabo, solo. Pero ahora me doy cuenta que gracias a ese
acontecimiento descubrí que el amor, como reflejo de la niñez, se acaba pronto
y sin que nos demos cuenta.
Luego llegó la secundaria y me
volví a enamorar. Esta vez de Liseth, una chica de otro salón que siempre
andaba con el cabello desarreglado, pero tenía una sonrisa de peluche. Recuerdo
que era delgada y pequeña como una muñequita de porcelana. Yo andaba babeando
por ella, y pese a que nunca me atreví a hablarle, fue ella la razón de los
primeros versos que escribí. Torpes, novatos, colegiales, pipiolos, pero poesía
al fin y al cabo. A escondidas, cuando simulaba estudiar, cogía un viejo
cuaderno de tapa turquesa –que guardo hasta ahora- y escribía lo que sentía por
Liseth, por su cabello estrambótico y por su sonrisa pegajosa.
Mi timidez hizo que nunca pueda
ni siquiera aproximármele, y en el último año, cuando quizás habría tenido más
valor a la luz de mis primeros chispazos de barbilla, sus padres la cambiaron
de colegio y no la vi más.
Después llegó la universidad y mi
primera experiencia viviendo y sobreviviendo solo en otra ciudad. Vivía en una
casa pensión con otros estudiantes, y entre libros viejos y pasillos gigantes, descubrí
lo bueno de la vida. Allí, en medio de exámenes, cursos y profesores añejos,
conocí a Carolina. Me bastó hablar con ella un par de veces para enamorarme de
sus curvas y sobretodo de su perfume. Mis sentimientos por ella eran diferentes
a los anteriores: quería estar con ella siempre, abrazarla y tenerla bajo mi
regazo.
Me costó mucho besarla, pero
cuando finalmente lo hice, todo se derrumbó. Creo que el beso fue demasiado
torpe –yo estaba sumamente nervioso- y ella se asustó. Quizá sintió que fui
demasiado rápido, o demasiado lento, lo cierto es que después del funesto contacto,
nos alejamos, y finalmente la estrecha relación que teníamos se disolvió como
neblina al amanecer.
Pasó un año y entre idas y
vueltas, empecé a frecuentar a Andrea, una chica que vivía en la misma casa
pensión que yo. Lo que pasó entre ella y yo fue algo que ninguno de los dos vio
llegar. Comenzó con una salida al cine, una sonrisa en el almuerzo, un “préstame
un borrador” en plena noche, y una película en su cuarto que nunca llegamos a
terminar de ver. Fue intenso, misterioso, apasionante y hasta urgente. Más aún,
el fuego se encendió porque siempre tratamos de ocultar lo que pasaba entre
nosotros al resto de vecinos de cuarto, que para ese entonces ya eran nuestros
más fieles amigos. Cada que podía iba a escurridillas a su habitación y me
quedaba con ella toda la noche. Fue a ella a la que por primera vez le di mi
alma, mi cuerpo y mi corazón, y fue a ella a la que por primera vez le dije te
amo.
Pero subestimamos al amor y este
nos golpeó como una ola de mar bravo. Por dejar de estudiar nuestros libros y
dedicarnos a estudiarnos a nosotros, nos empezó a ir mal en la universidad, y
casi terminamos perdiéndolo todo. A final, las vacaciones de verano terminaron
de subyugar nuestro amorío, y cuando volvimos a clases el año siguiente todo
había cambiado. Hasta ahora me arrepiento fervientemente de no haber sido más
sincero con Andrea, que muchas veces lo dio todo por mí. Me cuesta aceptar que
quizá debí ser más franco y no encapuchar como encapuché lo que vivimos.
Porque cuando regresé al año entrante
todo había cambiado básicamente porque yo conocí a Melanie mediante Facebook.
Empecé a hablar con ella por esa red social y me quedé maravillado por sus
fotos y sus singulares formas de contestar mis mostrencos intentos de
cortejarla. Finalmente decidimos conocernos en persona y la relación fluyó como
fluyen los rayos del sol en verano: naturales, artísticos, poéticos.
Melanie me hizo conocer el amor y
fui feliz. Con ella recorrí caminos incestuosos, vi las estrellas aun sin que
anochezca y caminé por el mundo sin salir de mi aposento. Su mirada me llevó
por lugares extravagantes y lunáticos a donde nunca pensé llegar, y que
hicieron que mi vida diera un vuelco. Cada beso suyo era un estallido de
felicidad y su sola presencia hacía que mi corazón saliera de mi pecho.
Fue mi chica por varios años,
pero sería mentira decir que terminar la universidad hizo que lo nuestro
terminara. No fue así. En realidad no sé qué fue. Quizá nos aburrimos de
amarnos tanto, o quizá nos topamos con esta denigrada realidad que significa la
vida. Yo me volví posesivo y ella brusca, y sin darnos cuenta, nuestra cartas
de amor se transformaron en mensajes hirientes.
Varias veces terminamos y
volvimos, hasta que una vez ella soltó mi mano y decidió caminar sola por un
sendero que solo ella podía atravesar. Pasados algunos meses me enteré por Facebook que Melanie
ya estaba con otro chico e que incluso iba a ser mamá. A pesar de que al
inicio sentí tristeza, me recompuso saber que era feliz, y que quizá en alguno
momento yo también conseguiría serlo.
Recuerdo cada amor que sentí por
cada una de esas mujeres, y aunque en el albur del destino he perdido esos
sentimientos, no me arrepiento de nada. Acepto los errores y los agradezco,
porque al verme al espejo veo una figura más sólida y preparada para lo que
venga, sea lo que sea. Agradezco cada amor que perdí, porque sin ellos no
podría estar sentado escribiendo.
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