jueves, 6 de diciembre de 2018

Los amores que perdí


La primera vez que me enamoré, o que creí sentir amor, fue a los nueve años. Había en mi salón una niña de ascendencia japonesa que tenía ojos brillosos y peinado inusual. Al inicio, ni yo mismo sabía lo que sentía. Solo tenía el impulso de acercarme a ella, enseñarle mis álbumes de Dragon Ball o invitarle la mitad del pan con mantequilla que mi mamá me mandaba al colegio.

Casi todo el año escolar me la pasé embobado por Dorotea Yokimoro. Así se llamaba. Recuerdo que escribía su nombre en la parte trasera de mi cuaderno con lápices de todos los colores, y también recuerdo que alguna vez mi madre encontró esos trazos, y sin tapujos le confesé mi cariño por la niña japonesa. Mi madre, lejos de entenderme, fiel a su instinto católico y a su personaje maternal celoso, me dijo que era muy niño aún para sentir esas cosas y que me deje de tonterías.

Pero cual caballero errante, seguí dando rienda a mi tendencia romántica y a mis ganas de querer acércame a Dorotea. Hasta que una mañana se acabó todo. Justo cuando iba a acercármele a invitarle una nueva mitad de pan con mantequilla, la vi de la mano con André, otro niño del salón: estaban caminando sonrientes por el patio del recreo. Decepcionado, me fui a llorar al lavabo, solo. Pero ahora me doy cuenta que gracias a ese acontecimiento descubrí que el amor, como reflejo de la niñez, se acaba pronto y sin que nos demos cuenta.

Luego llegó la secundaria y me volví a enamorar. Esta vez de Liseth, una chica de otro salón que siempre andaba con el cabello desarreglado, pero tenía una sonrisa de peluche. Recuerdo que era delgada y pequeña como una muñequita de porcelana. Yo andaba babeando por ella, y pese a que nunca me atreví a hablarle, fue ella la razón de los primeros versos que escribí. Torpes, novatos, colegiales, pipiolos, pero poesía al fin y al cabo. A escondidas, cuando simulaba estudiar, cogía un viejo cuaderno de tapa turquesa –que guardo hasta ahora- y escribía lo que sentía por Liseth, por su cabello estrambótico y por su sonrisa pegajosa.

Mi timidez hizo que nunca pueda ni siquiera aproximármele, y en el último año, cuando quizás habría tenido más valor a la luz de mis primeros chispazos de barbilla, sus padres la cambiaron de colegio y no la vi más.

Después llegó la universidad y mi primera experiencia viviendo y sobreviviendo solo en otra ciudad. Vivía en una casa pensión con otros estudiantes, y entre libros viejos y pasillos gigantes, descubrí lo bueno de la vida. Allí, en medio de exámenes, cursos y profesores añejos, conocí a Carolina. Me bastó hablar con ella un par de veces para enamorarme de sus curvas y sobretodo de su perfume. Mis sentimientos por ella eran diferentes a los anteriores: quería estar con ella siempre, abrazarla y tenerla bajo mi regazo.

Me costó mucho besarla, pero cuando finalmente lo hice, todo se derrumbó. Creo que el beso fue demasiado torpe –yo estaba sumamente nervioso- y ella se asustó. Quizá sintió que fui demasiado rápido, o demasiado lento, lo cierto es que después del funesto contacto, nos alejamos, y finalmente la estrecha relación que teníamos se disolvió como neblina al amanecer.

Pasó un año y entre idas y vueltas, empecé a frecuentar a Andrea, una chica que vivía en la misma casa pensión que yo. Lo que pasó entre ella y yo fue algo que ninguno de los dos vio llegar. Comenzó con una salida al cine, una sonrisa en el almuerzo, un “préstame un borrador” en plena noche, y una película en su cuarto que nunca llegamos a terminar de ver. Fue intenso, misterioso, apasionante y hasta urgente. Más aún, el fuego se encendió porque siempre tratamos de ocultar lo que pasaba entre nosotros al resto de vecinos de cuarto, que para ese entonces ya eran nuestros más fieles amigos. Cada que podía iba a escurridillas a su habitación y me quedaba con ella toda la noche. Fue a ella a la que por primera vez le di mi alma, mi cuerpo y mi corazón, y fue a ella a la que por primera vez le dije te amo.

Pero subestimamos al amor y este nos golpeó como una ola de mar bravo. Por dejar de estudiar nuestros libros y dedicarnos a estudiarnos a nosotros, nos empezó a ir mal en la universidad, y casi terminamos perdiéndolo todo. A final, las vacaciones de verano terminaron de subyugar nuestro amorío, y cuando volvimos a clases el año siguiente todo había cambiado. Hasta ahora me arrepiento fervientemente de no haber sido más sincero con Andrea, que muchas veces lo dio todo por mí. Me cuesta aceptar que quizá debí ser más franco y no encapuchar como encapuché lo que vivimos.

Porque cuando regresé al año entrante todo había cambiado básicamente porque yo conocí a Melanie mediante Facebook. Empecé a hablar con ella por esa red social y me quedé maravillado por sus fotos y sus singulares formas de contestar mis mostrencos intentos de cortejarla. Finalmente decidimos conocernos en persona y la relación fluyó como fluyen los rayos del sol en verano: naturales, artísticos, poéticos.

Melanie me hizo conocer el amor y fui feliz. Con ella recorrí caminos incestuosos, vi las estrellas aun sin que anochezca y caminé por el mundo sin salir de mi aposento. Su mirada me llevó por lugares extravagantes y lunáticos a donde nunca pensé llegar, y que hicieron que mi vida diera un vuelco. Cada beso suyo era un estallido de felicidad y su sola presencia hacía que mi corazón saliera de mi pecho.

Fue mi chica por varios años, pero sería mentira decir que terminar la universidad hizo que lo nuestro terminara. No fue así. En realidad no sé qué fue. Quizá nos aburrimos de amarnos tanto, o quizá nos topamos con esta denigrada realidad que significa la vida. Yo me volví posesivo y ella brusca, y sin darnos cuenta, nuestra cartas de amor se transformaron en mensajes hirientes.

Varias veces terminamos y volvimos, hasta que una vez ella soltó mi mano y decidió caminar sola por un sendero que solo ella podía atravesar. Pasados algunos meses me enteré por Facebook que Melanie ya estaba con otro chico e que incluso iba a ser mamá. A pesar de que al inicio sentí tristeza, me recompuso saber que era feliz, y que quizá en alguno momento yo también conseguiría serlo.

Recuerdo cada amor que sentí por cada una de esas mujeres, y aunque en el albur del destino he perdido esos sentimientos, no me arrepiento de nada. Acepto los errores y los agradezco, porque al verme al espejo veo una figura más sólida y preparada para lo que venga, sea lo que sea. Agradezco cada amor que perdí, porque sin ellos no podría estar sentado escribiendo.



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