Hace seis años, en agosto del
2012, empecé a trabajar en periodismo. Tenía 19 años y en ese tiempo mi
experiencia era ínfima, pero mis ganas de aprender contrarrestaban con mis
errores de novato.
Sin embargo, el primer jefe que
tuve, Lucho Polanski, fue un tipo que me dio las primeras pautas y consejos
para desarrollarme a la altura de este oficio.
El primer día de trabajo, madrugué
en llegar al diario para causar una buena impresión y no encontré a nadie.
Esperé sentado viendo las noticias en un viejo televisor empotrado en la parte
posterior del recinto, e incluso me di tiempo de curiosear la edición de ese
día y los periódicos de la competencia.
De pronto llegó Lucho, me saludó
estrechándome la mano y me presentó con el resto del equipo. Su voz era gruesa, pero las palabras que usaba
no representaban drasticidad. Todo lo contrario: había en su tono una pausa
recurrente que expresaba paciencia y frescura. Ello estaba alineado con su
firma de vestir: a diferencia de mí, que había ido con un pantalón jean, camisa
y zapatos, Lucho llegó a trabajar en short y zapatillas de runner. Además llevaba
puesto un polo gastado estampado con la cara de Bob Marley.
Las primeras comisiones fueron
fáciles, y poco a poco, fui entrando en confianza con Lucho y con los demás
periodistas. Mi capacidad de redacción era buena y mis primeras pepas fueron
celebradas por toda la redacción, por lo que rápidamente me gané el apodo de
“chibolazo”. También tuve que pagar derecho de piso, y en la tarde, cuando la
edición se estaba cerrando, yo era el encargado de ir a la tienda comprar los
cafés para toda la oficina.
No obstante, la vida de
periodista no me gustaba en absoluto. Me aburría trabajar los domingos y
feriados, y en un santiamén, me di cuenta que ya llevaba medio año siguiendo
una sola rutina. Seis meses donde prácticamente vivía en la redacción, seis
meses donde entregaba todo mi tiempo –obviamente laborada más de ocho horas- a
la edición del día siguiente. Seis meses donde me di cuenta que quizás el
periodismo no era para mí.
Mientras que otros celebraban un
domingo en la playa, yo estaba redactando. Mientras mis primos jugaban pichanga
los sábados por la tarde, yo estaba redactando. Mientras Silvana -con quien
salía por esas épocas- me decía que su casa estaba sola y que fuera a
visitarla, yo no podía pues estaba redactando. Siempre estaba redactando. Y
sino lo estaba haciendo, estaba de comisión, entrevistando a alguna autoridad
borrica, o comiendo un menú al paso. Así era mi vida, y no me gustaba.
Sin embargo, aguanté. Resistí
todo lo que pude. Pese a que el sueldo era malísimo y el mundo donde me movía
era un infierno: muertes a diario, robos, autoridades mentirosas, destapes de
corrupción, etc. Lo único que me mantenía con optimismo era llegar a mi cama y
dormir un rato, o ver una película en netflix, o comprarme ropa o algún aparato
tecnológico de vez en cuando.
Pero cuando llegué al año y
medio, desistí. Una mañana me miré al espejo y me vi ojeroso, con legañas, con
el pelo mal cortado y la barba crecida. En general, un desastre. Y no aguanté.
Pese a que era lunes, mi día de descanso –solo nos daban un día a la semana-
fui al diario decidido a hablar con Lucho Polanski y decirle que iba a
renunciar.
Llegué y encontré la puerta
abierta. Pensé que no había nadie. Entré, y al fondo de la oficina vi sentados
a Lucho y otros dos redactores. Hice ruido al entrar como para que se den
cuenta de mi presencia, pero nadie se inmutó. Me fui acercando y un olor extraño
copó mis narices. Era hierba. Marihuana. Cuando por fin estuve cerca de ellos
lo vi: cada uno tenía un troncho en la mano. De pronto, Lucho me vio y quedó
perplejo. Solo atiné a saludar con la mano.
“Siéntate”, me dijo.
“Acompáñanos”.
Todavía atónito, jalé una silla y
me senté. Lucho estaban hablando de fútbol, pero también de política, mientras
que los otros dos redactores hablaban de la serie Breaking Bad. No entendía
nada.
“¿Fumas?”, me preguntó uno de los
redactores. En ese momento me acordé de mí mismo frente al espejo, recordé cada
razón por la que iba a renunciar: el sueldo bajo, el mundillo donde me movía,
mis pocos días de descanso al mes… y afirmé con la cabeza.
Lucho dio una bocanada y me pasó
el troncho. “Este, mi amigo, es la razón de todo, es el quinto poder de la
sociedad”, me dijo.
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