La primera vez que vi porno fue a
los trece años en casa de Balbina, una compañera del colegio. Fue sábado. Mi
grupo de biología y yo nos habíamos reunido allí para hacer la tarea, pero a
alguien se le ocurrió prender la computadora para jugar Mario Bross. Pasamos
dos o tres horas maniobrando la máquina, hasta que poco a poco, nos fuimos aburriendo.
Todavía no habíamos terminado los quehaceres, pero ya nadie tenía ganas de
hacerlos y aún faltaba un buen rato para que nuestros padres nos recogieran.
Entonces Balbina, que tenía cinco
hermanos mayores y parecía erudita en la materia del erotismo, nos propuso enseñarnos
algo que, según ella, nos dejaría asombrados. Apagó la luz de la habitación
donde estábamos, se sentó frente a la pantalla, abrió una carpeta llamada
“trabajos”, bajó hasta el apartado de multimedia, y les dio doble clic.
No estaba frente a ningún espejo
para saber qué cara puse, pero estoy seguro que fue la de un asombro pasmoso e
insólito. Allí, delante de mí, Ash Ketchum, el personaje principal del animé
Pokemon que yo seguía desde chico, estaba parado en medio del bosque
empujándose contra Misty. Luego apareció Brock haciendo lo mismo con una enferma,
y después el profesor Oak tendido en una cama con la oficial Jenny.
Esa noche al regresar a casa no
pude dormir. Y seguí alelado por días, sin entender qué carajo había pasado.
Felizmente, mi mejor amigo, Antonio, me explicó todo. Me reveló cómo funcionaba
el sistema reproductivo, y para terminar de calmarme, me confesó que él también
se había confundido la primera vez que vio porno, y que su hermano mayor, Beto,
le había aclarado el tema.
Después de eso no volví a ver
porno hasta los dieciséis, cuando estaba en quinto de secundaria. Aquella vez
fue en la casa de Antonio. Quedamos para hacer un trabajo dual de matemática, y
cuando estábamos desarrollando los ejercicios, los papás de mi amigo salieron,
dejándonos la casa sola. Ni bien cerraron la puerta, Antonio subió a su
habitación y bajó con cinco discos compactos en las manos.
Prendió el televisor y puso uno
de los CD en el reproductor. Vimos porno francés, italiano, español,
norteamericano y hasta mexicano. Antonio tenía de todo, una colección completa
de porno, donde cada disco incluso venía con tráileres, post escenas, resúmenes
y hasta un documental completo de cómo se filmaba una película para adultos.
Luego llegó la universidad, donde
conocí a Pirata, un afanoso del cine. Le hablé por primera vez cuando me tocó
exponer sobre el cine uruguayo, pues él me consiguió “25 watss” y “whisky”, y
nos hicimos amigos. Una vez me invitó a su casa y pude conocer su hemeroteca.
Tenía tantos discos que algunos estaban tirados en el piso o encima de su
televisor. Él me dio un recorrido por sus estantes, y me mostró cómo había
estratificado todo su material, pasando por el cine mudo, los documentaries y los cortometrajes. Hasta
que llegamos al rincón más alejado de su anaquel: allí tenía alrededor de cien portadiscos
apilados, cada uno con una breve sinopsis y una imagen referencial. Volteó a
verme y me preguntó:
-¿Te gusta el porno?
Solo atiné a inclinar levemente
la cabeza en señal de asentimiento.
Entonces Pirata me ilustró con
todo su sabiduría pornográfica. Me habló de directores antiguos y novatos,
actrices de moda, actores, amateurs, caseros, países, industrias, actrices son
sida, actrices ya fallecidas, bukakes, tamaños de pene, viagra, gangbangs,
maduras, faciales, y demás. Para él, el porno era la vida misma. En su opinión,
ver porno era como hacer el amor con uno mismo.
-Es la forma más segura de no
embarazar a nadie-me explicó.
Pero también me dijo que en
nuestro inculto país el porno estaba devaluado. Que cualquiera que veía porno
era un sátiro, un monstruo, un incomprendido, un enfermo, un ser diabólico.
Pero que en otros países como Holanda, ver porno era algo común. Que él una vez
había estado en Ámsterdam y vio como en el tren los holandeses veían porno en
sus teléfonos, mientras iban a casa, cuando comían, mientras se bañaban y antes
de dormir.
Quedé maravillado y a la vez
asqueado con el bagaje cultural pornográfico al que fui expuesto. Pero luego,
al llegar a mi casa, no pude resistir la tentación, y una a una fui viendo las
películas que el Pirata me había prestado. Eso sí, sus préstamos tenían fecha
de devolución exacta, y cuando no la cumplía, el Pirata se molestaba y me
reclamaba como fiera.
Pasaron los años y al terminar la
universidad perdí el contacto con el Pirata. Luego me enamoré de Sara, y dejé
al porno de lado por casi un lustro, hasta que ella me dejó. En ese momento me
sentí desahuciado, pero gracias al porno, a los amigos, y al alcohol, salí
adelante. Obviamente, a mis 35 años, he dejado de verlo, aunque a veces, en las
noches más frías de agosto, uso el modo de incógnito para bucear en internet.
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