Hace algún tiempo, mi tío Miki llegó a la casa a contarnos a
mi mamá y a mí sobre su última visita a Miami. Nos dijo, como siempre, que
Miami tiene más de sudamericana que de Estados Unidos, que deberíamos pensar en
mudarnos allá, o comprar un terreno, porque según él son baratísimos.
Obviamente, mi tío Miki, a sus 68 años, con más de cuatro
empresas y una veintena de carros, no sabe que nosotros (mi mamá y yo),
llegamos con las justas a fin de mes, y a penas y nos alcanza para la gasolina
de nuestros vehículos y la comida de Ernesto Hemingway, nuestro perro.
Antes de irse, mi tío nos regaló un puro cubano que le había
costado 150 dólares. Lo compró porque estaba en oferta y porque en Lima el
precio es mucho más alto. Después de dárnoslo, nos recomendó no fumarlo, salvo
en alguna ocasión especial, sino mas bien, guardarlo en la sala, como una pieza
de adorno extravagante.
Mi mamá, católica practicante de misa casi diaria, desistió
rápidamente de la idea de poner el puro en la sala, a vista abierta de cualquiera
de los miembros puritanos de su comunidad religiosa, que consideran a los puros
como una alabanza al demonio y a los cubanos como el demonio mismo. En vez de
eso, mi mamá decidió guardar el puro en su mesa de noche, donde nadie, ni
siquiera ella, podría verlo.
Algunos días después, la jefa de mi madre, le comunicó que
la iba a jubilar, porque en estos tiempos se requieren manos más jóvenes,
abiertas a nuevos conocimientos tecnológicos y con estudios más actuales; y mi
mamá, de 58 años, no encajaba en ese perfil. Al escuchar la noticia, me alegré
por ella, porque pensé que así ya no tendría que levantarse temprano todos los
días y llegar a casa muerta de cansancio. Sin embargo, noté en su mirada un
cierto recelo. Cuando le pregunté qué le pasaba me respondió de forma rauda:
Estoy vieja, la putamadre.
Entonces lo noté. Obviamente mi madre, de pelo corto,
tacones bajos y maquillaje suave, era una leyenda en su oficina. Con casi treinta
años de servicio, había pasado todos los cambios que las nuevas generaciones
imponen a la sociedad empresarial, y los había superado de forma conveniente, y
hasta había llegado a conectarse con los trabajadores más jovenes. Pero ahora,
con todo el mundo de los smartphones, el WhatssApp y las redes sociales, que
cambian el mundo segundo a segundo, mi madre era solo un objeto obsoleto, como
un disquete o un disco vinil.
Tras algunos días como jubilada, noté que mi madre se volvió
adicta a Netflix y a cocinar potajes extraños oriundos de Taiwán y la India, lo
que me causó grandes dolores de estómago y cagaderas interminables. Pasados
algunos días, la situación empeoró, y mamá se pasaba todo el día tumbada en su
cama, comiendo galletas con leche chocolatada, o pan con queso. Cuando pensé
que las cosas empeorarían, pasó lo impensado.
Anoche, al llegar del trabajo, la encontré en la sala con su
pijama y su rulero aún puestos, sentada justo debajo de la pintura de Cristo y
Santa Rosa de Lima, fumando el puro cubano que mi tío Miki le había regalado.
Mi primera impresión fue de asombro: la sala estaba llena de
humo, y aunque el olor no era desagradable, las bocanadas que mi madre expelía
eran tan potentes que hasta Ernesto Hemingway, que siempre estaba junto a ella,
se había echado en el rincón más alejado
de la habitación, con las orejas levantadas.
¿Mamá, qué...? Alcancé a preguntarle. Pero ella me detuvo
haciendo un ademán con su mano. Luego, jaló del puro cerrando levemente sus
ojos y, tras exhalar una gran bocanada, me dijo: Me mudo a Miami, hijito.
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