(Foto: contenedordeoceanos.wordpress.com)
Estudié comunicación impulsado por mi amor a los laberintos interminables que ofrece el castellano, los libros y las películas argentinas de los años noventa. Aunque suene mentecato, también estudié comunicación por mi odio natural a los números. En primaria, los números y yo nos llevábamos bien. O sea, no era una relación perfecta, pero a pesar de todos los problemas, a fin de año escolar nos terminábamos entendiendo. Sin embargo, en secundaria, todo cambió. Ellos se volvieron tercos, y yo sufría para razonarlos. Cuando terminé quinto de media, rompimos nuestra tormentosa relación para siempre, y decidí no volver a tropezar con la misma piedra en la universidad.
Estudié comunicación impulsado por mi amor a los laberintos interminables que ofrece el castellano, los libros y las películas argentinas de los años noventa. Aunque suene mentecato, también estudié comunicación por mi odio natural a los números. En primaria, los números y yo nos llevábamos bien. O sea, no era una relación perfecta, pero a pesar de todos los problemas, a fin de año escolar nos terminábamos entendiendo. Sin embargo, en secundaria, todo cambió. Ellos se volvieron tercos, y yo sufría para razonarlos. Cuando terminé quinto de media, rompimos nuestra tormentosa relación para siempre, y decidí no volver a tropezar con la misma piedra en la universidad.
Siendo cachimbo me di cuenta que no me había equivocado. La
comunicación era lo mío. Me gustaban mis cursos de cine, de cultura, de arte,
de globalización, de fotografía y de redacción. Allí me di cuenta que se me
hacía demasiado fácil redactar una noticia, un reportaje, una crónica o un
perfil. Me volví un dios de la redacción: mientras mis compañeros sufrían en
cada examen, yo los aprobaba con los ojos vendados y las manos atadas.
Por esa razón, pensé que debía enfocar mis prácticas pre
profesionales en ese aspecto de mi carrera, y así lo hice. Practiqué en
periodismo durante dos veranos seguidos. Y andando en ese oficio caí en cuenta
de que la rama del periodismo deportivo me brotaba del corazón como una pasión
innata. Seguramente se lo debía a mi viejo, que me llevó a la cancha desde que
tengo uso de la razón, o la selección de Italia que ganó el Mundial del 2006, o
al Liverpool campeón de la Champions League 2005. No sé. Pero la relación
periodismo-fútbol me encantó. En esa labor conocí a varios amigos, los cuales he
conservado por años.
Faltando cuatro ciclos para terminar la carrera, uno de esos
amigos me ofreció un trabajo que, en ese entonces, me parecía asombroso: ser
corresponsal de un diario deportivo de tiraje nacional. Este es mi sueño,
pensé. Y es que además de que me encantaba la labor, el sueldo era más que
bueno y el prestigio de ser contratado por ese diario… uf, ni qué decir.
Empecé a trabajar a los 19 años, y eso fue toda una novedad
para mi familia y mis amigos. Me codeaba en conferencias de prensa con
periodistas viejos, que pese a mi lozanía, me guardaban respeto, por mi soltura
y coherencia al preguntar.
Poco a poco, fue aprendiendo más sobre el oficio, y aunque a
veces la rutina laboral no conjugaba con mis clases de la universidad, en el
mundillo deportivo nacional siempre pasaba algo que me llenaba de optimismo.
Así, entre el trabajo y la universidad, me mantuve dos años,
hasta aquel funesto 23 de diciembre del 2014. Ese día, mi jefe me llamó por
teléfono para decirme que, si quería conservar mi trabajo, debía mudarme a Chiclayo
como corresponsal de esa ciudad.
Fue una decisión difícil de tomar. Me faltaba poco para
acabar la carrera, y aunque la ciudad a la que me movería sólo estaba a tres
horas de viaje en bus, seguir conciliando trabajo y universidad iba a ser
imposible. Tenía 21 años y debía elegir: trabajo o universidad. Al final,
decidí mudarme, y regresar a estudiar cuando me fuera posible.
Así, seguí ejerciendo el periodismo deportivo en otra
ciudad, con nuevos compañeros y nuevas obligaciones. Los meses fueron pasando,
y aunque me sentía bien con el dinero que ganaba, ver de lejos cómo mis
compañeros seguían estudiando y aprendiendo me hacía sentir incompleto.
En Chiclayo estuve dos años, en los cuales forjé grandes
amigos y me hice con experiencias incontables, desde transmisiones radiales
para medios uruguayos, hasta coberturas internacionales en Buenos Aires. Me
sentía hecho, aunque un bichito en mi cabeza seguía diciéndome que aún no era
ni bachiller.
Todo cambió una mañana calurosa del 20 de febrero del 2016,
mientras iba en el colectivo a una cobertura. En redes sociales, vi la foto de
una compañera de la universidad, que celebraba la obtención de su título
universitario. Mierda, pensé. La mayoría de mis compañeros ya habían terminado
la carrera, y otros como ella, ya se estaban titulando, después de sustentar su
tesis.
Por la noche, tomé mi viejo boletín de notas, un lapicero
rojo que usaba para sacar mis cuentas, y escribí: Terminar la universidad. Sin
embargo, tomar esa decisión, implicaba renunciar a mi trabajo. A los 23 años me
encontraba nuevamente frente a una encrucijada: dejar mi trabajo, o regresar a
estudiar y terminar la universidad. Pensé en mi futuro: quería tener una
esposa, un par de hijos, y un buen carro en el que pueda sacar a pasear a mi
familia. A final, decidí volver a estudiar.
Cuando volví a la universidad, todo era distinto. Algunos
profesores me recordaban con aprecio, y se sorprendían al enterarse que aún no
había terminado la carrera. En las aulas, me topé con viejos compañeros, que
seguían teniendo la misma chispa de siempre. Y también, conocí nuevos amigos.
Fue un ciclo en el que académicamente me fue bien. Qué digo bien, me fue
excelente: obtuve el mejor promedio de los diez ciclos. Allí me di cuenta que
la madurez mental con la que uno afronta la universidad es vital, y en ese
sentido, empezar a estudiar desde muy chicos – yo empecé a estudiar a los 16-
quizás no es la mejor opción para todo los que acaban de terminar el colegio.
Tras terminar la carrera, me sentí hecho. Sentí que mi vida
había tomado el camino correcto, que no importaba haber dejado un buen trabajo,
con un buen sueldo, con tal de terminar la universidad. Ahora, mi nueva meta
era volver a trabajar, y en la medida de lo posible, obtener el título
universitario.
Sin embargo, pasaron los meses, y me di cuenta de lo difícil que
era conseguir trabajo.
Caí en cuenta de que el trabajo que tuve me cayó
prácticamente del cielo, pues no tenía ningún mérito, ni una gran experiencia.
Además, me di cuenta que me había hecho con la reputación de ser un periodista,
pero eso, al inicio, nunca fue mi objetivo. No estudié comunicación para ser
periodista. Ejercí ese oficio por la relación que encontré con el fútbol, y
porque, obviamente, el sueldo que me enamoró.
Ahora, siete meses después de haber terminado la universidad,
sigo buscando trabajo, y ya se me acabó el dinero. Me doy cuenta que la vida me
ha llevado por lugares que nunca imaginé, y aunque ahora estoy desempleado, no
me arrepiento de nada. No sé lo que venga, pero lo que he pasado hasta ahora
me hace pensar que lo que viene será mejor.
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