Cuando estaba en quinto de secundaria,
mamá me dijo que si quería ingresar a la universidad debía estudiar como nunca
antes lo había hecho en toda mi vida. Debía amanecerme, desvelarme, desvivirme
y dejar de lado mis vicios habituales.
Yo le respondí: “Mamá, no servirá
de nada, no voy a ingresar porque no sé matemáticas. Y nunca las aprenderé, las
odio”. Ella me miró con ojos asesinos y exclamó: “Entonces te buscaré un
profesor particular. Uno que te enseñe de verdad”. Y yo no le creí, al menos en
ese momento.
Dos días después, un chino viejo,
calvo, desmuelado y medio moreno, estaba parado en la puerta de mi casa. “Me
llamo Julio, pero puedes decirme chino, si gustas”, me dijo. Al instante, el
chino me agradó. Sin embargo, su color
de piel me tenía intrigado. Yo podía pasar que sea viejo, desmuelado y calvo,
pero la negrura de su piel era algo totalmente desconcertante. Tras algunas
clases -en las que aprendí muy poco porque a mí no me salían los problemas y el
chino terminaba resolviéndolos-, me
animé a preguntarle sobre su extraño color de piel.
“Mi papá era un chino blanco,
rico y mujeriego, y mi mamá una chola del mercado, morena y media fea que
terminó conquistándolo. ¿Era huevón mi viejo, no?”, me respondió. Mi cara se
ponía roja de la risa, y al asomarse, mi mamá me reñía por no estudiar.
El chino era raro. Le gustaban
los animales exóticos. En su casa, a donde yo también iba a menudo para que él
me dicte algunas clases, tenía iguanas gigantes, monos escuálidos y hasta
largas serpientes. Cuando entraba en su apartamento
me moría de miedo. Me sentía como en la jungla.
El chino se vestía con chompas de
jugadores de fútbol ya inexistentes, como Lolo Fernández o Sandro Baylón. Y se
ponía las medias hasta la rodilla, como si estuviera listo para enfrentar un
partido en cualquier momento.
Pasadas algunas semanas, el chino
y yo dejamos atrás la aburrida relación entre profesor y alumno y empezamos a
tratarnos como amigos. Cuando un ejercicio no me salía, el chino me regañaba
diciéndome: “Huevón, te confundiste otra vez. En hembras nomás paras pensando,
¿no?”. Yo le respondía que sí, que las hembras eran mi mayor debilidad, que por
pensar en hembras no me salían los ejercicios. Y entonces el chino soltaba una
gran carcajada, dejando ver sus desalineados y mugrosos dientes.
Un viernes por la tarde, mi madre
salió de casa temprano y el chino y yo nos quedamos practicando ejercicios de
aritmética. De pronto, una canción de cumbia resonó en la sala de mi casa y el
chino sacó un aparato antiguo que parecía ser un teléfono celular. “Aló. Sí.
No. ¿A qué hora? ¿Ahorita mismo? No sé… Bueno, iré.”, dijo el chino.
“Me han invitado a una chupeta en
la playa. Habla, vamos”, me dijo el chino, de pronto. Sin pensarlo, me puse una
chompa y salí con el chino. “Si mi mamá pregunta a dónde me fui, le dices que
salí con el chino a recoger un libro”, le dije a mi hermano.
Tomamos una combi y en media hora
llegamos a una casa pequeña en un barrio arrinconado de la playa de Pimentel.
Yo nunca había ido por esos lares, y para ser franco, tenía un poco de miedo.
El chino me presentó a sus amigos como su sobrino. Pese al calor y a ser un
cuchitril, el lugar estaba herméticamente cerrado y olía a cerveza y humo de cigarro.
Había casi quince personas, entre hombres y mujeres, sentadas en el piso, pese
a que éste estaba lleno de arena de playa y residuos de conchitas de mar. En
las paredes habían pinturas de pescados, y una de ellas me llamó la atención:
había un pez montado en una lancha con una caña de pescar, sosteniendo a un
hombre pelirrojo, que, al parecer, había mordido un anzuelo.
Me senté junto al chino y al
instante, una mujer delgada y arrugada, me pasó un vaso de vidrio helado. El
chino me sirvió cerveza y me dijo que la merecía, que ya estaba listo para dar
mi examen de admisión, y que seguro le sacaría la mierda a todos en
matemáticas.
De cuando en cuando, el chino me
llenaba el vaso y me preguntaba si estaba bien. Yo le decía que sí, que me
sirviera nomás, que yo estaba acostumbrado a tomar con mis amigos, en los
quinceañeros, y que eso para mí no era nada. Pero sí lo fue. Porque en un
momento de la noche, me perdí. Veía que el chino me hablaba, y sin entender muy
bien lo que me decía, me reía a carcajadas. Tengo vagos recuerdos de las horas
siguientes. Recuerdo haber visto a uno de los señores que estaban tomando hacer
abdominales mientras el resto del grupo reía y cantaba.
En un momento de la noche, el
chino me dijo: “Vamos”. Y sin despedirnos de nadie salimos caminando. Con
botella en mano, el chino empezó a caminar por la orilla del mar. Y de pronto,
se sacó la ropa y se metió al mar
saltando como bailarina de ballet. No pude contener la risa, y me recosté en la
orilla. El cielo estaba iluminado de estrellas, y el sonido del mar era
estruendoso. En ese momento, ya no importaba el examen de admisión, ni las
matemáticas: lo único que quería era quedarme recostado en esa playa a mirar el
edén. A lo lejos, el chino saltaba en el mar, mientras gritaba: “Dos y dos son
cuatro y cuatro y dos son seis. Seis y dos son ocho y ocho dieciséis”.
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