martes, 21 de febrero de 2017

El chino y el mar

Cuando estaba en quinto de secundaria, mamá me dijo que si quería ingresar a la universidad debía estudiar como nunca antes lo había hecho en toda mi vida. Debía amanecerme, desvelarme, desvivirme y dejar de lado mis vicios habituales.
Yo le respondí: “Mamá, no servirá de nada, no voy a ingresar porque no sé matemáticas. Y nunca las aprenderé, las odio”. Ella me miró con ojos asesinos y exclamó: “Entonces te buscaré un profesor particular. Uno que te enseñe de verdad”. Y yo no le creí, al menos en ese momento.
Dos días después, un chino viejo, calvo, desmuelado y medio moreno, estaba parado en la puerta de mi casa. “Me llamo Julio, pero puedes decirme chino, si gustas”, me dijo. Al instante, el chino  me agradó. Sin embargo, su color de piel me tenía intrigado. Yo podía pasar que sea viejo, desmuelado y calvo, pero la negrura de su piel era algo totalmente desconcertante. Tras algunas clases -en las que aprendí muy poco porque a mí no me salían los problemas y el chino terminaba  resolviéndolos-, me animé a preguntarle sobre su extraño color de piel.
“Mi papá era un chino blanco, rico y mujeriego, y mi mamá una chola del mercado, morena y media fea que terminó conquistándolo. ¿Era huevón mi viejo, no?”, me respondió. Mi cara se ponía roja de la risa, y al asomarse, mi mamá me reñía por no estudiar.
El chino era raro. Le gustaban los animales exóticos. En su casa, a donde yo también iba a menudo para que él me dicte algunas clases, tenía iguanas gigantes, monos escuálidos y hasta largas serpientes. Cuando entraba en su  apartamento me moría de miedo. Me sentía como en la jungla.
El chino se vestía con chompas de jugadores de fútbol ya inexistentes, como Lolo Fernández o Sandro Baylón. Y se ponía las medias hasta la rodilla, como si estuviera listo para enfrentar un partido en cualquier momento.
Pasadas algunas semanas, el chino y yo dejamos atrás la aburrida relación entre profesor y alumno y empezamos a tratarnos como amigos. Cuando un ejercicio no me salía, el chino me regañaba diciéndome: “Huevón, te confundiste otra vez. En hembras nomás paras pensando, ¿no?”. Yo le respondía que sí, que las hembras eran mi mayor debilidad, que por pensar en hembras no me salían los ejercicios. Y entonces el chino soltaba una gran carcajada, dejando ver sus desalineados y mugrosos dientes.
Un viernes por la tarde, mi madre salió de casa temprano y el chino y yo nos quedamos practicando ejercicios de aritmética. De pronto, una canción de cumbia resonó en la sala de mi casa y el chino sacó un aparato antiguo que parecía ser un teléfono celular. “Aló. Sí. No. ¿A qué hora? ¿Ahorita mismo? No sé… Bueno, iré.”, dijo el chino.
“Me han invitado a una chupeta en la playa. Habla, vamos”, me dijo el chino, de pronto. Sin pensarlo, me puse una chompa y salí con el chino. “Si mi mamá pregunta a dónde me fui, le dices que salí con el chino a recoger un libro”, le dije a mi hermano.
Tomamos una combi y en media hora llegamos a una casa pequeña en un barrio arrinconado de la playa de Pimentel. Yo nunca había ido por esos lares, y para ser franco, tenía un poco de miedo. El chino me presentó a sus amigos como su sobrino. Pese al calor y a ser un cuchitril, el lugar estaba herméticamente cerrado y olía a cerveza y humo de cigarro. Había casi quince personas, entre hombres y mujeres, sentadas en el piso, pese a que éste estaba lleno de arena de playa y residuos de conchitas de mar. En las paredes habían pinturas de pescados, y una de ellas me llamó la atención: había un pez montado en una lancha con una caña de pescar, sosteniendo a un hombre pelirrojo, que, al parecer, había mordido un anzuelo.
Me senté junto al chino y al instante, una mujer delgada y arrugada, me pasó un vaso de vidrio helado. El chino me sirvió cerveza y me dijo que la merecía, que ya estaba listo para dar mi examen de admisión, y que seguro le sacaría la mierda a todos en matemáticas.
De cuando en cuando, el chino me llenaba el vaso y me preguntaba si estaba bien. Yo le decía que sí, que me sirviera nomás, que yo estaba acostumbrado a tomar con mis amigos, en los quinceañeros, y que eso para mí no era nada. Pero sí lo fue. Porque en un momento de la noche, me perdí. Veía que el chino me hablaba, y sin entender muy bien lo que me decía, me reía a carcajadas. Tengo vagos recuerdos de las horas siguientes. Recuerdo haber visto a uno de los señores que estaban tomando hacer abdominales mientras el resto del grupo reía y cantaba.
En un momento de la noche, el chino me dijo: “Vamos”. Y sin despedirnos de nadie salimos caminando. Con botella en mano, el chino empezó a caminar por la orilla del mar. Y de pronto, se sacó la ropa  y se metió al mar saltando como bailarina de ballet. No pude contener la risa, y me recosté en la orilla. El cielo estaba iluminado de estrellas, y el sonido del mar era estruendoso. En ese momento, ya no importaba el examen de admisión, ni las matemáticas: lo único que quería era quedarme recostado en esa playa a mirar el edén. A lo lejos, el chino saltaba en el mar, mientras gritaba: “Dos y dos son cuatro y cuatro y dos son seis. Seis y dos son ocho y ocho dieciséis”.



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