El bullicio inconfundible de la
mañana quedó aplacado con el ingreso al salón del profesor Leandro Santos. Su
sola presencia hizo que todos los compañeros que estaban haciendo quilombo se
queden quietos y se sienten en sus carpetas. Hasta allí, el día escolar del
quinto año “B” era como cualquier otro.
Salvo por lo que iba a ocurrir a
las cuatro de la tarde en la cancha de fútbol del colegio. Ese día, nuestro
salón se jugaba el honor contra el quinto “C”, el rival de toda la vida, para
no quedar en el último puesto del mundialito interno que se jugaba año a año.
Detrás de Santos, caminando
lentamente y con cara de perdidos, entraron dos chicos morenos de talla media.
El profesor avanzó hasta su pupitre, susurró algo brevemente a los recién
llegados, y luego alzó la voz: “Muchachos, les presento a sus nuevos
compañeros, Augusto y Guznaro”.
Tras ello, hizo un gesto para que
estos se sienten en dos carpetas vacías.
Nuestro colegio no era el más
pituco ni mucho menos. Pocos compañeros tenían apellidos considerados
importantes o aburguesados y algunos como yo a duras penas teníamos para
comprarnos el rehidratante pos partido. Pero había en el rostro de muchos de
nosotros un cierto recelo, quizás por desconocimiento, o quizás por desconfianza
a los dos chicos nuevos. Sin embargo, durante la mañana de clases esa sensación
de difidencia quedó aplacada. Hasta que llegó la hora del refrigerio.
Como era habitual cada vez que
teníamos partido, el equipo de fútbol del salón se juntaba en una parte arrinconada
del patio del colegio para hacer la táctica y escuchar a nuestro capitán, Diego
Armando Capuñay. El Capu era el único
que podía considerarse diestro en el arte de encajar goles y podía hacer más
pataditas que todos los demás juntos, por lo que nadie protestó cuando el
profesor Santos le dio la cinta.
“Muchachos, hay que dejarnos de
joder”, comenzó el Capu con las manos
en la espalda, como quien se ha preparado para una exposición final de curso.
“Ya perdimos cuatro partidos. Cuatro partidos muchachos”, siguió. “Pero hoy
muchachos, hoy no va a ser un partido cualquiera”.
De pronto, un estruendoso
estornudo del Gordo Rodas, el arquero, hizo que todos volteáramos la mirada.
“Gordo, si quieres estornudar te
aguantas hasta que acabe de hablar. ¿Estamos?”, corrigió el Capu. Siempre predicando, siempre
haciendo valer su voz de adalid. Había en el ambiente una tensión ineludible.
Jugábamos contra la “C” y la cosa era seria. Los jijunas esos eran nuestro
rival más áspero y más odiado desde chiquillos.
El rencor había comenzado hacía
cinco años, cuando a los genios esos se les ocurrió culparnos por la aparición
de un pene dibujado en el coche del director. Nadie creyó en nuestra inocencia,
y al final nos terminaron castigando a todo el grado, quitándonos los breaks por seis meses. Esa acusación
descarada y mentirosa fue una puñalada que a pesar del paso del tiempo, nadie
de nosotros podía superar. Y esta vez, nuevamente teníamos la oportunidad de
vengarnos en una cancha de fútbol.
Lastimosamente, nuestro historial
contra ellos era malísimo. Habíamos perdido tres de tres partidos, y esta vez,
todo hacía indicar que la tradición de paternidad que tenían contra nosotros
continuaría. Por eso el Capu estaba
serio. Más serio que nunca. Era nuestro último año colegial, nuestra última
chance de ganarles, y de paso, salvar el honor de no quedar en la cola del
campeonato y quitarles a ellos la opción de proclamarse campeones: necesitaban
vencernos para lograrlo.
Y en esas andaba el Capu, hablándole a todos por igual y
luego refiriéndose a cada uno por separado, cuando de pronto, los chicos nuevos
de Venezuela asomaron por esos lares arrinconados. Al inicio, el Capu obvio su repentina aparición y
siguió instándonos a estar atentos en las pelotas paradas y tiros de esquina en
contra, hasta que de pronto dejó de hablar.
Todos nos quedamos mirándolos a
los nuevos, pero ni ellos ni nosotros nos animábamos a hablar, nadie se atrevía
a romper el hielo. No obstante el Capu
siempre líder, siempre preciso, tomó la palabra.
“¿Juegan al fútbol, muchachos?”.
Augusto y Guznaro asintieron con la cabeza. “¿De qué juegan?”, volvió a
preguntar el Capu.
“Juego de back”, dijo Augusto, el
más corpulento. “Yo de delantero”, le siguió Guznaro, un tanto más delgado y
con el corte del Pibe Valderrama. “Entones siéntense”, siguió el capitán.
Y el Capu se pasó el resto del refrigerio explicando la táctica que
teníamos que usar para vencer a los canallas de la “C”, a pesar de que la
realidad decía que nuestras chances eran ínfimas. Y es que el equipo nuestro
estaba conformado por ratones de biblioteca, amantes de la ciencia y futuros
médicos, que le ponían mucho coraje y amor al deporte, pero tenían más ventanas
rotas que goles anotados.
Además, en el rival estaba prácticamente la selección
del grado, con chicos que soñaban con ser futbolistas y estaban en mejor estado
físico.
Pero llegó la hora del partido y
la ilusión volvió a brotar en cada uno de nosotros. Nos pusimos la remera
blanca, el short verde y los botines negros, y brincamos a la cancha con la
misma esperanza con la que habíamos salido durante toda nuestra vida colegial.
Sin embargo, esta vez, la sensación era diferente. Habíamos en nuestras miradas
un destello brillante, como cuando un león divisa a supresa a la distancia y
está decidido a devorarla.
Empezó el partido y arrancamos
poniendo en práctica lo que el Capu
nos había dicho. Bien cerrados atrás, despejando cada balón que si quiera
intentara acercarse al área nuestra, y empujando, molestando y jugando a la
boquilla contra nuestros rivales, que pasados los treinta ya lucían caras de
desagrado.
Ellos necesitaban ganar y a
nosotros el empate nos alcanza para quedar penúltimos, un premio que muchos
considerarían mediocre, pero para nuestra escuadra significaba el fin de una
era de amarguras.
Todo andaba bien en nuestra zaga hasta
que llegó el minuto 44. Luego de un córner, el Gordo Rodas salió en falso y no
logró despejar la pelota, el rebote le quedó al delantero principal de ellos,
que pateó el balón con firmeza, y pese a que la bola chocó inicialmente en el
travesaño, terminó escurriéndose en nuestra valla. Y así, con esa sensación de
desolación se terminó el primer tiempo.
En el entretiempo nos sentamos
bajo la sombra de un árbol y nuestras caras de desazón lo decían todo. Parecía
que no había forma: estábamos destinados a perder. Encima, el gol nos lo
celebraron en la cara y con baile incluido, lo que nos generó un golpe
emocional aún más fuerte. Peor aún, tres jugadores nuestros estaban golpeados y
parecían destinados a perderse el segundo tiempo.
Pero el Capu se secó el sudor, se puso en medio de todos y exclamó: “No
vamos a perder, carajo, solo necesitamos un gol”. Luego miró a los venezolanos,
que estaban con cara de “conmigo no es la cosa” y les dijo: “Guznaro, Augusto,
calienten que van a entrar”.
Rápidamente, los venezolanos se
pusieron en pie y empezar a realizar ejercicios de calistenia estrafalarios que
ninguno de nosotros había visto antes. Luego se arrodillaron, levantaron sus
manos, mirando al cielo con los ojos cerrados y salieron a la cancha trotando.
Para nosotros, que a duras penas llegábamos a realizar dos o tres planchas en
la hora de educación física, ello nos pareció grandioso y un buen presagio.
Arrancó el segundo tiempo y los
de la “C” empezaron a cancherear. Nos rotaban el balón, se demoraban en sacar
los laterales y parecía que habían renunciado a la idea de seguir atacando. Además,
su barra gritaba “ole” en cada toque de ellos, como si el partido ya estuviera
en las postrimerías. Obviamente, nadie contaba con lo que pasaría
inmediatamente.
Faltaban veinte minutos y la
suerte parecía echada. Los rivales seguían teniendo la posesión casi absoluta
del balón y solo se dedicaban a pasársela entre ellos, hasta que erraron un
pase y la recuperó Augusto. El nuevo integrante de nosotros la paró y avanzó
tres metros, midiendo cada movimiento de los volantes contrarios. Cuando estos
salieron a presionarlo, el corpulento muchacho lanzó un centro frontal hacia el
área de ellos, y su compatriota comenzó a correr como una gacela.
No exagero cuando digo que corrió
tan rápido que sus rulos se fueron hacia atrás, como si este se hubiera montado
en una moto. Su marcador ni se enteró de lo que pasó, y cuando el arquero rival
quiso achicarlo, Guznaro la levantó con un toque suave, haciendo una volea
perfecta y marcando el empate impensado.
Cuando vi entrar el balón entrar en
el arco de ellos mi cuerpo empezó a temblar. Quise correr a abrazar a Guznaro
hacia el otro extremo de la cancha, pero temí que el corazón se me saliera por
la boca. Entonces volteé la cabeza y vi al gordo Rodas viniendo hacia mí con
las manos levantadas y gritando.
Nos demoramos casi cinco minutos
en celebrar el empate, y hubiéramos seguido de largo si el árbitro no nos daba
el ultimátum de darnos como perdedores sino reiniciábamos el juego. La
exaltación fue grande, pero al partido todavía le quedaba una vida, y los de la
“C” parecían molestos y decididos a reivindicarse.
Con señas, el Capu nos dijo que volvíamos al plan
inicial: jaula de pájaro y todos los despejes para Guznaro, el único hombre
nuestro que quedó en ataque.
Los de la “C” nos empezaron a
llenarnos de pelotazos, y patear desde fuera del área. Pero felizmente, la
defensa nuestra estuvo bien cuajada, y no solo gracias a los despejes del Augusto,
sino también, a las arremetidas del Gordo Rodas, que a veces salía más allá del
área chica para echar balones al lateral.
Pasaron los minutos y nuestro
sueño se hacía cada vez más real, hasta que llegó el fatídico minuto noventa.
Luego de un centro al área nuestra, el Capu
quiso despejar con el pie, pero resbaló y el balón terminó chocándole en la
mano, por lo que el árbitro no dudo en pitar penal.
El mundo se nos vinos abajo, y
pese a nuestros airados reclamos contra el pito, este no cambió de decisión. Parecía
que todo el esfuerzo que habíamos hecho se esfumó por la borda, y más todavía
cuando el diez de ellos, el más experimentado y en mejor estado físico, cogió
el balón y se dispuso a patear.
Pero nadie contaba con el coraje
del Gordo Rodas. El muy atrevido se acercó a su contrincante y sin aspavientos
le gritó: “¡La vas a fallar por hijueputa!”, lo que fue celebrado por nosotros.
Llegó el momento de penal y yo no
quise ver. Tapé mis ojos con mis dos manos, y de pronto escuché un grito
desgarrador. Volví en mí mismo y vi a nuestro capitán corriendo hacia el arco,
donde yacía el Gordo Rodas con la pelota en las manos, llorando
desconsoladamente y diciendo cosas que nadie podía entender.
Entonces solo atiné a correr
junto con mis compañeros y unirme al festejo.
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