viernes, 9 de noviembre de 2018

El último partido


El bullicio inconfundible de la mañana quedó aplacado con el ingreso al salón del profesor Leandro Santos. Su sola presencia hizo que todos los compañeros que estaban haciendo quilombo se queden quietos y se sienten en sus carpetas. Hasta allí, el día escolar del quinto año “B” era como cualquier otro.

Salvo por lo que iba a ocurrir a las cuatro de la tarde en la cancha de fútbol del colegio. Ese día, nuestro salón se jugaba el honor contra el quinto “C”, el rival de toda la vida, para no quedar en el último puesto del mundialito interno que se jugaba año a año.

Detrás de Santos, caminando lentamente y con cara de perdidos, entraron dos chicos morenos de talla media. El profesor avanzó hasta su pupitre, susurró algo brevemente a los recién llegados, y luego alzó la voz: “Muchachos, les presento a sus nuevos compañeros, Augusto y Guznaro”.

Tras ello, hizo un gesto para que estos se sienten en dos carpetas vacías.

Nuestro colegio no era el más pituco ni mucho menos. Pocos compañeros tenían apellidos considerados importantes o aburguesados y algunos como yo a duras penas teníamos para comprarnos el rehidratante pos partido. Pero había en el rostro de muchos de nosotros un cierto recelo, quizás por desconocimiento, o quizás por desconfianza a los dos chicos nuevos. Sin embargo, durante la mañana de clases esa sensación de difidencia quedó aplacada. Hasta que llegó la hora del refrigerio.

Como era habitual cada vez que teníamos partido, el equipo de fútbol del salón se juntaba en una parte arrinconada del patio del colegio para hacer la táctica y escuchar a nuestro capitán, Diego Armando Capuñay. El Capu era el único que podía considerarse diestro en el arte de encajar goles y podía hacer más pataditas que todos los demás juntos, por lo que nadie protestó cuando el profesor Santos le dio la cinta.

“Muchachos, hay que dejarnos de joder”, comenzó el Capu con las manos en la espalda, como quien se ha preparado para una exposición final de curso. “Ya perdimos cuatro partidos. Cuatro partidos muchachos”, siguió. “Pero hoy muchachos, hoy no va a ser un partido cualquiera”.

De pronto, un estruendoso estornudo del Gordo Rodas, el arquero, hizo que todos volteáramos la mirada.

“Gordo, si quieres estornudar te aguantas hasta que acabe de hablar. ¿Estamos?”, corrigió el Capu. Siempre predicando, siempre haciendo valer su voz de adalid. Había en el ambiente una tensión ineludible. Jugábamos contra la “C” y la cosa era seria. Los jijunas esos eran nuestro rival más áspero y más odiado desde chiquillos.

El rencor había comenzado hacía cinco años, cuando a los genios esos se les ocurrió culparnos por la aparición de un pene dibujado en el coche del director. Nadie creyó en nuestra inocencia, y al final nos terminaron castigando a todo el grado, quitándonos los breaks por seis meses. Esa acusación descarada y mentirosa fue una puñalada que a pesar del paso del tiempo, nadie de nosotros podía superar. Y esta vez, nuevamente teníamos la oportunidad de vengarnos en una cancha de fútbol.

Lastimosamente, nuestro historial contra ellos era malísimo. Habíamos perdido tres de tres partidos, y esta vez, todo hacía indicar que la tradición de paternidad que tenían contra nosotros continuaría. Por eso el Capu estaba serio. Más serio que nunca. Era nuestro último año colegial, nuestra última chance de ganarles, y de paso, salvar el honor de no quedar en la cola del campeonato y quitarles a ellos la opción de proclamarse campeones: necesitaban vencernos para lograrlo.

Y en esas andaba el Capu, hablándole a todos por igual y luego refiriéndose a cada uno por separado, cuando de pronto, los chicos nuevos de Venezuela asomaron por esos lares arrinconados. Al inicio, el Capu obvio su repentina aparición y siguió instándonos a estar atentos en las pelotas paradas y tiros de esquina en contra, hasta que de pronto dejó de hablar.

Todos nos quedamos mirándolos a los nuevos, pero ni ellos ni nosotros nos animábamos a hablar, nadie se atrevía a romper el hielo. No obstante el Capu siempre líder, siempre preciso, tomó la palabra.

“¿Juegan al fútbol, muchachos?”. Augusto y Guznaro asintieron con la cabeza. “¿De qué juegan?”, volvió a preguntar el Capu.

“Juego de back”, dijo Augusto, el más corpulento. “Yo de delantero”, le siguió Guznaro, un tanto más delgado y con el corte del Pibe Valderrama. “Entones siéntense”, siguió el capitán.

Y el Capu se pasó el resto del refrigerio explicando la táctica que teníamos que usar para vencer a los canallas de la “C”, a pesar de que la realidad decía que nuestras chances eran ínfimas. Y es que el equipo nuestro estaba conformado por ratones de biblioteca, amantes de la ciencia y futuros médicos, que le ponían mucho coraje y amor al deporte, pero tenían más ventanas rotas que goles anotados. 

Además, en el rival estaba prácticamente la selección del grado, con chicos que soñaban con ser futbolistas y estaban en mejor estado físico.

Pero llegó la hora del partido y la ilusión volvió a brotar en cada uno de nosotros. Nos pusimos la remera blanca, el short verde y los botines negros, y brincamos a la cancha con la misma esperanza con la que habíamos salido durante toda nuestra vida colegial. Sin embargo, esta vez, la sensación era diferente. Habíamos en nuestras miradas un destello brillante, como cuando un león divisa a supresa a la distancia y está decidido a devorarla.

Empezó el partido y arrancamos poniendo en práctica lo que el Capu nos había dicho. Bien cerrados atrás, despejando cada balón que si quiera intentara acercarse al área nuestra, y empujando, molestando y jugando a la boquilla contra nuestros rivales, que pasados los treinta ya lucían caras de desagrado.

Ellos necesitaban ganar y a nosotros el empate nos alcanza para quedar penúltimos, un premio que muchos considerarían mediocre, pero para nuestra escuadra significaba el fin de una era de amarguras.

Todo andaba bien en nuestra zaga hasta que llegó el minuto 44. Luego de un córner, el Gordo Rodas salió en falso y no logró despejar la pelota, el rebote le quedó al delantero principal de ellos, que pateó el balón con firmeza, y pese a que la bola chocó inicialmente en el travesaño, terminó escurriéndose en nuestra valla. Y así, con esa sensación de desolación se terminó el primer tiempo.

En el entretiempo nos sentamos bajo la sombra de un árbol y nuestras caras de desazón lo decían todo. Parecía que no había forma: estábamos destinados a perder. Encima, el gol nos lo celebraron en la cara y con baile incluido, lo que nos generó un golpe emocional aún más fuerte. Peor aún, tres jugadores nuestros estaban golpeados y parecían destinados a perderse el segundo tiempo.

Pero el Capu se secó el sudor, se puso en medio de todos y exclamó: “No vamos a perder, carajo, solo necesitamos un gol”. Luego miró a los venezolanos, que estaban con cara de “conmigo no es la cosa” y les dijo: “Guznaro, Augusto, calienten que van a entrar”.

Rápidamente, los venezolanos se pusieron en pie y empezar a realizar ejercicios de calistenia estrafalarios que ninguno de nosotros había visto antes. Luego se arrodillaron, levantaron sus manos, mirando al cielo con los ojos cerrados y salieron a la cancha trotando. Para nosotros, que a duras penas llegábamos a realizar dos o tres planchas en la hora de educación física, ello nos pareció grandioso y un buen presagio.

Arrancó el segundo tiempo y los de la “C” empezaron a cancherear. Nos rotaban el balón, se demoraban en sacar los laterales y parecía que habían renunciado a la idea de seguir atacando. Además, su barra gritaba “ole” en cada toque de ellos, como si el partido ya estuviera en las postrimerías. Obviamente, nadie contaba con lo que pasaría inmediatamente.

Faltaban veinte minutos y la suerte parecía echada. Los rivales seguían teniendo la posesión casi absoluta del balón y solo se dedicaban a pasársela entre ellos, hasta que erraron un pase y la recuperó Augusto. El nuevo integrante de nosotros la paró y avanzó tres metros, midiendo cada movimiento de los volantes contrarios. Cuando estos salieron a presionarlo, el corpulento muchacho lanzó un centro frontal hacia el área de ellos, y su compatriota comenzó a correr como una gacela.

No exagero cuando digo que corrió tan rápido que sus rulos se fueron hacia atrás, como si este se hubiera montado en una moto. Su marcador ni se enteró de lo que pasó, y cuando el arquero rival quiso achicarlo, Guznaro la levantó con un toque suave, haciendo una volea perfecta y marcando el empate impensado.

Cuando vi entrar el balón entrar en el arco de ellos mi cuerpo empezó a temblar. Quise correr a abrazar a Guznaro hacia el otro extremo de la cancha, pero temí que el corazón se me saliera por la boca. Entonces volteé la cabeza y vi al gordo Rodas viniendo hacia mí con las manos levantadas y gritando.

Nos demoramos casi cinco minutos en celebrar el empate, y hubiéramos seguido de largo si el árbitro no nos daba el ultimátum de darnos como perdedores sino reiniciábamos el juego. La exaltación fue grande, pero al partido todavía le quedaba una vida, y los de la “C” parecían molestos y decididos a reivindicarse.

Con señas, el Capu nos dijo que volvíamos al plan inicial: jaula de pájaro y todos los despejes para Guznaro, el único hombre nuestro que quedó en ataque.
Los de la “C” nos empezaron a llenarnos de pelotazos, y patear desde fuera del área. Pero felizmente, la defensa nuestra estuvo bien cuajada, y no solo gracias a los despejes del Augusto, sino también, a las arremetidas del Gordo Rodas, que a veces salía más allá del área chica para echar balones al lateral.

Pasaron los minutos y nuestro sueño se hacía cada vez más real, hasta que llegó el fatídico minuto noventa. Luego de un centro al área nuestra, el Capu quiso despejar con el pie, pero resbaló y el balón terminó chocándole en la mano, por lo que el árbitro no dudo en pitar penal.

El mundo se nos vinos abajo, y pese a nuestros airados reclamos contra el pito, este no cambió de decisión. Parecía que todo el esfuerzo que habíamos hecho se esfumó por la borda, y más todavía cuando el diez de ellos, el más experimentado y en mejor estado físico, cogió el balón y se dispuso a patear.

Pero nadie contaba con el coraje del Gordo Rodas. El muy atrevido se acercó a su contrincante y sin aspavientos le gritó: “¡La vas a fallar por hijueputa!”, lo que fue celebrado por nosotros.

Llegó el momento de penal y yo no quise ver. Tapé mis ojos con mis dos manos, y de pronto escuché un grito desgarrador. Volví en mí mismo y vi a nuestro capitán corriendo hacia el arco, donde yacía el Gordo Rodas con la pelota en las manos, llorando desconsoladamente y diciendo cosas que nadie podía entender.

Entonces solo atiné a correr junto con mis compañeros y unirme al festejo.




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