De pronto, levantaste la mirada y me sonreíste. Me quedé pasmado,
atónito. Pero al ver la felicidad que emanaba tu rostro me tranquilicé.
Tu semblante, iluminado por una luz artificial, demostraba
una pasividad extraña. Tenías puesto un vestido blanco, y no llevabas
maquillaje. Una flor color púrpura colgaba de tu oreja derecha. Tus ojos
estaban perdidos en el pasto, y con tus manos le dabas vuelta a una piedrita que
tenía una forma extraña.
-¿Cómo estás?- me preguntaste,
sin levantar la mirada.
-Bien, por ahora bien- te dije,
casi sin pensarlo.
Luego, cogiste la piedrita y me la lanzaste con suavidad.
-Toma, come- me dijiste, soltando
una gran carcajada.
Quise lanzártela de vuelta, pero temí hacerte daño: lucías
frágil, tan frágil como la flor que llevabas en tu oreja, entonces guardé la
piedrita en mi bolsillo.
-Sigues igual de loca- te dije. Y
tú seguiste riéndote.
-¿Tú cómo estás?-te pregunté.
Tu sonrisa se borró, y arrancaste un pedazo de pasto.
-Estoy tranquila. Me siento, no sé, en paz- me dijiste.
Sentí que mi pregunta te incomodó, y preferí no hablar más
de ello. Lo último que quería era perturbarte.
Nos quedamos un rato en silencio mirando tu tumba. Luego, te
acostaste cerca de un ramo de flores marchitas y noté que estabas descalza.
-¿No te molesta el sol?- te
pregunté.
-Sí, pero estoy cansada. Préstame
tus lentes- me dijiste.
Saqué mis viejos
lentes de sol y te los puse.
-Me dolió que nunca me escribas
nada, cuando todo pasó- dijiste, sin mirarme.
-No tenía cabeza para nada, quedé
en shock, tú sabes cómo me pongo con esas cosas-te mentí.
Porque la verdad era que sí había escrito muchas cosas, pero
eran demasiado tristes, demasiado amargas y difíciles de procesar.
-Ya me floreaste, como siempre-
me dijiste.
Algunos pétalos de flores se levantaron por el viento y
trataste de agarrarlos.
-¿Y cómo está ella, tu chica?- me
preguntaste, pícara.
-Está más linda que nunca, y yo
enamoradísimo- te respondí.
-Eres un romántico empedernido-
me dijiste, mientras presionabas mi mejilla.
Me recosté a tu lado y tapé mis ojos con mis manos.
-Qué sol de mierda- exclamé.
Soltaste una gran carcajada. Me gustó hacerte reír.
-¿Y qué era eso que ibas a darme?-
preguntaste.
Busqué en el bolsillo de mi camisa y saqué la foto. Éramos
tú y yo en el último ciclo de la facultad, antes de que viajes a la capital.
Fue la última foto que nos tomamos. Se había arrugado un poco, pero aún lucía
presentable. Te la entregué y la observaste sin decir nada.
-Lee lo que puse atrás- te dije.
Volteaste la foto y leíste en voz alta: “Una amistad es
verdadera cuando dura para siempre. Ni la tormenta más brusca, ni la marea más
fuerte, ni la distancia más larga la derriban. Nunca te olvido, querida amiga”.
-Qué lindo, Danilo- me dijiste, y
volviste a sentarte.
Te sacaste los lentes y noté que estabas llorando.
-No pues, no seas así, no vine
para verte llorar- te dije. Sonreíste mientras quitabas las lágrimas de tu
rostro.
-La voy a poner junto a mi
guitarra- dijiste, y guardaste la foto.
Nos quedamos en silencio un rato más, mirando el pasto.
Luego, el cielo se nubló y supe que tenías que irte.
-Te extraño, un montón- te dije.
-Yo también, pero no te sientas
mal, al final todos llegamos acá-dijiste.
Te pusiste de pie y yo hice lo mismo.
-Ya me voy, amigo-dijiste, y me
abrazaste.
Pese a todo, sentí que esa no era la última vez que te
vería.
Empezaste a caminar, y antes de irte, volteaste y
exclamaste:
-Prométeme algo, ¿sí?
Con los ojos húmedos, sólo atiné a asentir con la cabeza
-Escribe
esto, quiero que todos lo lean- pronunciaste, con la voz más dulce que te había
escuchado jamás.
Luego, seguiste caminando hasta perderte en una luz
gigantesca.
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