viernes, 27 de abril de 2012


El rescate del amor

Cuando terminé el colegio, olvidé a mis compañeros, a mis maestros, a las monjas de la vieja capilla y a la mayoría de personas que conocí allí. Olvidé a casi todos, menos a Sarita Bermejo.  Sarita fue mi primer amor. A ella le dediqué mis primeros versos, y con el tiempo, mis primeros poemas. Sarita y yo crecimos juntos. Las agarraditas de mano y los besitos babosos que nos dábamos en primaria después del colegio también fueron evolucionando, pues en secundaria nos tirábamos la pera cada vez que podíamos. Al principio nos escapábamos por la capilla, pero con el tiempo, ya ni entrábamos al colegio. Coimeábamos al guachimán con no más de diez soles.
Con Sarita Bermejo perdí mi virginidad. Y también perdí las ganas de estudiar, y las ganas de estar con mis demás compañeros. Sarita lo era todo, era lo más importante en mi vida. Yo la amé desde siempre, desde que aún no podía pronunciar bien ni mi propio nombre. Hace mucho tiempo, la tarde previa a nuestro décimo aniversario, encontré en el último cajón de mi viejo escritorio una carta que le hice cuando tenía seis años. “Te amo mucho”, decía en la parte superior. Las letras eran disparejas y habían sido escritas con crayola. No llevaba destinatario, pero supe que era para ella por la manera en que el papel había sido escondido: mi madre era celosa y mi padre estricto, y quizás, si encontraban la carta, habrían terminado con nuestra inocente relación. No sé por qué nunca se la entregué. Tal vez fue porque era muy tímido o porque, simplemente, lo olvidé. Esa desdeñada carta fue, según Sarita, el mejor regalo que le hice en todo el tiempo que estuvimos juntos.
Para Amanda, la madre de Sarita, yo ya era prácticamente como de la familia. Y la verdad, tenía toda la razón. Llegar a la casa de mi chica era como estar en mi propio hogar. Al comienzo sus padres se oponían a que yo entrara hasta su cuarto y me quede horas enteras conversando con ella, pero con el tiempo, era extraño que eso no sucediera. Al señor Alberto, un médico en retiro, yo lo respetaba y traté de caerle bien siempre. Los padres de Sarita me querían y probablemente ya habían pensado en que tal vez algún día yo llegaría a ser su yerno.
Sin embargo, cuando empezamos quinto año, los problemas llegaron. Con todo el tema de la universidad, de las preparatorias, de las clases particulares y las carreras… Sarita y yo nos distanciamos. Y ese, finalmente, fue nuestro último año de relación. Al siguiente año yo vine a estudiar a Trujillo y ella se quedó en Chiclayo.

Sarita fue la chica más linda de todo el salón, y de todo el colegio, y de todo Chiclayo, y de todo el mundo. Si alguna persona quisiera recrear el rostro de una verdadera princesa, seguramente Sarita cumpliría todos los requisitos. Sarita era bella e inteligente. Era un monumento, un hembrón. Su piel blanca combinaba a la perfección con su cabello castaño, liso, y sus inmensos ojos marrones, que relucían siempre.
La última noche que gozamos juntos fue en la fiesta de promoción del colegio. Como no se podía llevar a un mismo integrante del grado, yo,  por insistencia de mi madre, llevé a mi hermana mayor, y Sarita, tan linda, tan comprensiva, como intuyendo mis posibles celos, decidió ir con su hermano menor, que apenas iba en tercer año.
Después de la ceremonia, y sin bailar ni una sola pieza, ella y yo fuimos al departamento de una prima suya que estaba de viaje. Habíamos planeado pasarla juntos, fumarnos un par de porros y escuchar “Armonía de amor” hasta el amanecer. Esa noche Sarita y yo perdimos la virginidad. Mientras nos amábamos, yo le dije: “Eres lo mejor que me ha pasado, Sarita”, y ella me respondió con una sonrisa infinita. Luego bailamos abrazados, llorando de amor. “Nunca te alejas de mí”, me dijo. Y yo la besé, y sentí como si ese fuera el primer beso que le daba en toda mi vida.
Dos semanas después yo partí hacia Trujillo. En la agencia, prometimos amarnos siempre, amarnos aunque la distancia nos separe y el corazón se nos estremezca de dolor. Prometimos no olvidarnos, pero ni bien subí al bus, supe que iba a ser muy difícil que las cosas marchen como antes.
Al principio, hablábamos por teléfono todos los días, cada vez que nuestros horarios nos lo permitían, pero con el tiempo, y en las frías noches de invierno, la extrañaba tanto que sólo atinaba a llorar.
Luego, casi un año después, decidimos terminar. La falta de confianza y la lejanía terminó matando nuestro amor. Así comprendí que las relaciones a distancia no funcionan, al menos no en nuestro caso, y que lo mejor era buscar nuestro propio destino por caminos separados. La última vez que la llamé, le dije: “Adiós Sarita, nunca podré olvidarte porque eres parte de mí. ¿Sé feliz, si?”. Al otro lado de la línea, sus sollozos hablaron por si mismos, y colgué.

Han pasado casi seis años desde que vi a Sarita por última vez. He regresado ya hace algún tiempo a vivir a Chiclayo y hoy, sentado frente a mi computadora y con mi cuenta de facebook abierta, he decidido buscarla en el ciberespacio y volver a saber de ella, pues hemos perdido total contacto.
Al colocar su nombre en el buscador, me han aparecido más de cinco personas con el mismo nombre. Agregué a todas, pues guiarme sólo por la pequeña foto de perfil me pareció riesgoso.
Dos días después, la primera Sara Bermejo aceptó mi solicitud, pero al revisar sus fotos supe que no era mi Sarita. Luego, el mismo día, otra Sara Bermejo aceptó mi petición, pero esta tampoco era la chica que buscaba. Finalmente, y casi una semana después, la quinta Sara Bermejo confirmó mi solicitud y, al entrar a su perfil, comprobé que era Sarita Bermejo, mi ex casi novia.
Sarita está cambiada, ya no parece la misma. En sus fotos veo a una mujer madura, derecha, a una futura médico seria. Ya ha dejado atrás a la chica sediciosa que conocí, y de la que me enamoré. Y a la que a pesar de todo, aún no puedo olvidar. Pero el cambio de Sarita no es lo que me decepciona más al entrar en su perfil, pues en su información sentimental leo: “Sarita está  comprometida con Hércules Mondragón”. A pesar de los celos que me embargan, no evitar puedo soltar una gran carcajada al leer ese curioso nombre. ¿Cómo es posible que alguien se llame así?
Pero mi sonrisa se me borra por completo al ver todas las fotos y comentarios cariñosos que constantemente se postean.
Al ver las fotos de Hércules detenidamente, me he dado cuenta de que él y yo somos muy diferentes. Él es guapo y agraciado, tiene una gran sonrisa, una sonrisa encantadora, una sonrisa que enamoraría a cualquier chica. Además, es fornido y corpulento. Al verlo, me he dado cuenta que Sarita, una vez más, ha demostrado ser una chica inteligente, una chica que verdaderamente sabe quién merece la pena: alguien como Hércules, que, por su información, sé que estudia derecho y es hijo de una congresista. Al verlo me he dado cuenta que Sarita está enamorada de él, y que tal vez, ahora sí, la he perdido para siempre.

Algunos días después, encontré a Sarita en línea. Sin dudarlo, le hablé. Ella me contestó muy amablemente y me confesó sentirse más que sorprendida con ese extraño reencuentro por el ciberespacio. A pesar de que ella estaba en alguna parte lejana de la ciudad, supe que sonreía y que, tal vez, sentía la misma nostalgia que yo sentí cuando volví a ver sus fotos.
Después de charlar durante varias horas sobre anécdotas que hasta nosotros mismos pensamos haber olvidado, no resistí la tentación de escribirle: “Tengo ganas de verte”. Se demoró casi cinco minutos en responderme: “Este viernes hay una fiesta en casa de Hércules, mi prometido, ¿puedes venir?”.
Les respondí que sí, que me encantaría, y que sería el primero en llegar, pues tenía muchísimas ganas de conocer a su prometido con nombre de héroe mitológico, y por supuesto, también tenía ganas de volverla a ver.

Hércules vivía en una de las zonas más exclusivas de Pimentel. Estacioné mi auto cerca de la casa y bajé mirando para todos lados. La casa era inmensa y estaba cercada por grandes murallas con cercos eléctricos. Estaba a punto de tocar el timbre cuando Sarita Bermejo Acosta abrió la puerta. Quedé estupefacto, era ella, Sarita, la chica que creció conmigo, que fue mi compañera, mi amiga, mi enamorada y casi mi novia. Estuvimos parados uno frente a otro un largo tiempo. De pronto, Sarita me sonrió y abrazándome, me dijo: “¡Cuánto tiempo!”.  “Demasiado”, atiné a contestar. Cuando pasé mi brazo por su cuello regresaron a mí recuerdos extraños, olores entrañables, miradas largas… y la nostalgia se apoderó de mí.
Sólo cuando nos separamos me di cuenta de que Hércules Mondragón estaba parado junto a Sarita. Lo saludé con un apretón de manos y una sonrisa. Él también me sonrió, aunque, en el fondo, yo sabía que su sonrisa era falsa. Falsa, pero cortés.
Caminamos lentamente hacia la sala mientras Sarita me conversaba sobre su nueva vida. Yo no le decía nada, sólo la miraba, embobado. Hércules me invitó a tomar asiento y me preguntó qué deseaba tomar. “Lo que sea”, le respondí. Y mirando a Sarita agregué: “Hoy hay mucho por celebrar”. Mi ex chica se sonrojó y bajó la mirada, y Hércules, acongojado, se dirigió hacia el pequeño bar. “¿No va a venir nadie más?”, le pregunté a Sarita cuando por fin estuvimos solos. “Sí, pero aún es temprano. Créeme, este lugar se va a llenar de gente”, me respondió.
Luego Sarita me platicó sobre el hospital donde trabajaba, y sobre cuáles eran sus planes a futuro. “Me quiero casar aunque, tú sabes, esas decisiones son muy difíciles y…vamos, tú me conoces, soy indecisa por naturaleza”, dijo Sarita. “¿Lo amas?”, le pregunté. Ella bajó la mirada y miró sus manos. En la mano derecha llevaba un anillo de compromiso. Estaba por responder cuando Hércules llegó y nos dio a cada uno una copa de vino. “Salud”, exclamó. “Por los buenos tiempos”, dije, y los tres bebimos al mismo tiempo. Por el rabillo del ojo pude ver cómo Sarita se sonrojaba y sonreía a la vez. “Está buenísimo”, agregué. Y Hércules volvió a mostrarme su sonrisa fingida y fraudulenta. Alguien tocó la puerta y Hércules se disculpó. “Ya llegaron mis amigos, amor, ¿me acompañas?”, le dijo el héroe mitológico a mi ex chica. “En un momento voy”, respondió Sarita. Y yo sonreí.
Horas después, Sarita y yo nos encontrábamos en el balcón del segundo piso de esa mansión cuyo dueño era un hombre con nombre mitológico y sonrisa falsa. Hablar con Sarita era como regresar al pasado, o como si este regresara al presente. Mirar a mi ex chica a los ojos era como estar en un sueño. Ella bebía y fumaba con elegancia, como siempre lo había hecho. Me daba palmadas en la espalda cuando le contaba algo gracioso y me decía: “Ay Dieguito, sigues siendo el mismo encanto de siempre”.
Sarita y yo conversábamos mirando el frío mar de Pimentel. Las bocanadas de humo que ella lanzaba se perdían al instante por el fuerte viento que corría en aquella terraza. “¿Lo amas?”, le volví a preguntar. Ella me miró, luego miró el mar y lanzó una gran bocanada de humo, que desapareció rápidamente.
“Obvio que siento algo por él. ¿Por algo nos vamos a casar, no?”, me dijo. Su respuesta fue seca, iba a decir algo más, pero al instante se arrepintió y bebió vino de su copa. “Además ya estoy aquí, no me puedo tirar para atrás”.
“Ahora estás aquí, conmigo”, le dije. Ella me miró y rió a carcajadas. “Eres un huevón. Estoy aquí porque hace más de cinco años que no te veía, y porque… no sé, quería conversar contigo, saber qué fue de ti, saber qué sientes”.
“Siento que aún no te puedo olvidar”, le solté.
Sus risas terminaron bruscamente. Se puso pálida y nerviosa. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó con rapidez.
“Diego, mejor bajemos, creo que has bebido demasiado”, me dijo, y comenzó a caminar hacia las escaleras que daban al primer piso.
“Dime que ya no me amas Sarita, dime que ya no me amas mirándome a los ojos y me iré de aquí ahora mismo, te lo juro”, le imploré.
Ella volteó, me miró a los ojos y cuando estaba a punto de hablar, la besé. Al principio ella se opuso, pero luego pasó su brazo por mi cuello y nos besamos apasionadamente por varios minutos. Afuera, el mar rugía más fuerte que nunca, y en el primer piso se escuchaba la música de la fiesta.
Cuando nos soltamos, ella me dijo. “Tenemos que irnos de aquí”. “¿A dónde?”, le pregunté. “No sé huevón, tú me besaste, ahora quiero que me saques de aquí”, exclamó. “¿Y Hércules?”, volví a preguntar. “Ahora estoy contigo, Diego, no me preguntes por él, debe estar con sus amigos, como siempre”, vociferó Sarita.
Tomados de las manos, bajamos por la parte de atrás y huimos por el garaje. Antes de salir, vi la cara de Hércules Mondragón por última vez. En una mano tenía un cigarrillo y en la otra una copa de vino. A su lado había una joven de vestido azul, que le coqueteaba descaradamente. En la mano derecha de Hércules pude ver el esplendoroso brillo que emanaba de su anillo de oro. “Seguramente, hoy será la última noche que lo lleve puesto”, pensé, y salí de la casa.
Minutos después, Sarita y yo caminábamos por en medio de la calle hacia el lugar donde yo había estacionado mi auto. Mientras avanzábamos, ella iba sacando el anillo de compromiso que llevaba en su dedo. Cuando por fin lo quitó, lo mantuvo en su mano derecha unos segundos y luego,  súbitamente, lo lanzó por la vereda. La alhaja  rodó y fue a parar cerca de unos ladrillos que estaban tirados en la acera.
“¿Tienes hambre?”, le pregunté cuando faltaban algunos metros para llegar al auto. Ella afirmó con la cabeza. “¿Vamos a comer algo?”, le volví a preguntar. “Comamos”, me respondió.
De pronto, me puse frente a ella y la abracé fuertemente. Y sentí como si esa fuera la primera vez que la abrazaba en toda mi vida.

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