El rescate del amor
Cuando terminé el colegio, olvidé a mis compañeros, a mis
maestros, a las monjas de la vieja capilla y a la mayoría de personas que
conocí allí. Olvidé a casi todos, menos a Sarita Bermejo. Sarita fue mi primer amor. A ella le dediqué
mis primeros versos, y con el tiempo, mis primeros poemas. Sarita y yo crecimos
juntos. Las agarraditas de mano y los besitos babosos que nos dábamos en
primaria después del colegio también fueron evolucionando, pues en secundaria
nos tirábamos la pera cada vez que podíamos. Al principio nos escapábamos por
la capilla, pero con el tiempo, ya ni entrábamos al colegio. Coimeábamos al
guachimán con no más de diez soles.
Con Sarita Bermejo perdí mi virginidad. Y también perdí las
ganas de estudiar, y las ganas de estar con mis demás compañeros. Sarita lo era
todo, era lo más importante en mi vida. Yo la amé desde siempre, desde que aún
no podía pronunciar bien ni mi propio nombre. Hace mucho tiempo, la tarde
previa a nuestro décimo aniversario, encontré en el último cajón de mi viejo
escritorio una carta que le hice cuando tenía seis años. “Te amo mucho”, decía
en la parte superior. Las letras eran disparejas y habían sido escritas con
crayola. No llevaba destinatario, pero supe que era para ella por la manera en
que el papel había sido escondido: mi madre era celosa y mi padre estricto, y
quizás, si encontraban la carta, habrían terminado con nuestra inocente relación.
No sé por qué nunca se la entregué. Tal vez fue porque era muy tímido o porque,
simplemente, lo olvidé. Esa desdeñada carta fue, según Sarita, el mejor regalo
que le hice en todo el tiempo que estuvimos juntos.
Para Amanda, la madre de Sarita, yo ya era prácticamente como
de la familia. Y la verdad, tenía toda la razón. Llegar a la casa de mi chica
era como estar en mi propio hogar. Al comienzo sus padres se oponían a que yo
entrara hasta su cuarto y me quede horas enteras conversando con ella, pero con
el tiempo, era extraño que eso no sucediera. Al señor Alberto, un médico en
retiro, yo lo respetaba y traté de caerle bien siempre. Los padres de Sarita me
querían y probablemente ya habían pensado en que tal vez algún día yo llegaría
a ser su yerno.
Sin embargo, cuando empezamos quinto año, los problemas
llegaron. Con todo el tema de la universidad, de las preparatorias, de las
clases particulares y las carreras… Sarita y yo nos distanciamos. Y ese, finalmente,
fue nuestro último año de relación. Al siguiente año yo vine a estudiar a
Trujillo y ella se quedó en Chiclayo.
Sarita fue la chica más linda de todo el salón, y de todo el
colegio, y de todo Chiclayo, y de todo el mundo. Si alguna persona quisiera
recrear el rostro de una verdadera princesa, seguramente Sarita cumpliría todos
los requisitos. Sarita era bella e inteligente. Era un monumento, un hembrón.
Su piel blanca combinaba a la perfección con su cabello castaño, liso, y sus
inmensos ojos marrones, que relucían siempre.
La última noche que gozamos juntos fue en la fiesta de
promoción del colegio. Como no se podía llevar a un mismo integrante del grado,
yo, por insistencia de mi madre, llevé a
mi hermana mayor, y Sarita, tan linda, tan comprensiva, como intuyendo mis
posibles celos, decidió ir con su hermano menor, que apenas iba en tercer año.
Después de la ceremonia, y sin bailar ni una sola pieza, ella
y yo fuimos al departamento de una prima suya que estaba de viaje. Habíamos
planeado pasarla juntos, fumarnos un par de porros y escuchar “Armonía de amor”
hasta el amanecer. Esa noche Sarita y yo perdimos la virginidad. Mientras nos
amábamos, yo le dije: “Eres lo mejor que me ha pasado, Sarita”, y ella me
respondió con una sonrisa infinita. Luego bailamos abrazados, llorando de amor.
“Nunca te alejas de mí”, me dijo. Y yo la besé, y sentí como si ese fuera el
primer beso que le daba en toda mi vida.
Dos semanas después yo partí hacia Trujillo. En la agencia,
prometimos amarnos siempre, amarnos aunque la distancia nos separe y el corazón
se nos estremezca de dolor. Prometimos no olvidarnos, pero ni bien subí al bus,
supe que iba a ser muy difícil que las cosas marchen como antes.
Al principio, hablábamos por teléfono todos los días, cada
vez que nuestros horarios nos lo permitían, pero con el tiempo, y en las frías
noches de invierno, la extrañaba tanto que sólo atinaba a llorar.
Luego, casi un año después, decidimos terminar. La falta de
confianza y la lejanía terminó matando nuestro amor. Así comprendí que las
relaciones a distancia no funcionan, al menos no en nuestro caso, y que lo
mejor era buscar nuestro propio destino por caminos separados. La última vez
que la llamé, le dije: “Adiós Sarita, nunca podré olvidarte porque eres parte
de mí. ¿Sé feliz, si?”. Al otro lado de la línea, sus sollozos hablaron por si
mismos, y colgué.
Han pasado casi seis años desde que vi a Sarita por última
vez. He regresado ya hace algún tiempo a vivir a Chiclayo y hoy, sentado frente
a mi computadora y con mi cuenta de facebook abierta, he decidido buscarla en
el ciberespacio y volver a saber de ella, pues hemos perdido total contacto.
Al colocar su nombre en el buscador, me han aparecido más de
cinco personas con el mismo nombre. Agregué a todas, pues guiarme sólo por la
pequeña foto de perfil me pareció riesgoso.
Dos días después, la primera Sara Bermejo aceptó mi
solicitud, pero al revisar sus fotos supe que no era mi Sarita. Luego, el mismo
día, otra Sara Bermejo aceptó mi petición, pero esta tampoco era la chica que
buscaba. Finalmente, y casi una semana después, la quinta Sara Bermejo confirmó
mi solicitud y, al entrar a su perfil, comprobé que era Sarita Bermejo, mi ex
casi novia.
Sarita está cambiada, ya no parece la misma. En sus fotos veo
a una mujer madura, derecha, a una futura médico seria. Ya ha dejado atrás a la
chica sediciosa que conocí, y de la que me enamoré. Y a la que a pesar de todo,
aún no puedo olvidar. Pero el cambio de Sarita no es lo que me decepciona más
al entrar en su perfil, pues en su información sentimental leo: “Sarita
está comprometida con Hércules
Mondragón”. A pesar de los celos que me embargan, no evitar puedo soltar una
gran carcajada al leer ese curioso nombre. ¿Cómo es posible que alguien se llame
así?
Pero mi sonrisa se me borra por completo al ver todas las
fotos y comentarios cariñosos que constantemente se postean.
Al ver las fotos de Hércules detenidamente, me he dado cuenta
de que él y yo somos muy diferentes. Él es guapo y agraciado, tiene una gran
sonrisa, una sonrisa encantadora, una sonrisa que enamoraría a cualquier chica.
Además, es fornido y corpulento. Al verlo, me he dado cuenta que Sarita, una
vez más, ha demostrado ser una chica inteligente, una chica que verdaderamente
sabe quién merece la pena: alguien como Hércules, que, por su información, sé
que estudia derecho y es hijo de una congresista. Al verlo me he dado cuenta
que Sarita está enamorada de él, y que tal vez, ahora sí, la he perdido para
siempre.
Algunos días después, encontré a Sarita en línea. Sin
dudarlo, le hablé. Ella me contestó muy amablemente y me confesó sentirse más
que sorprendida con ese extraño reencuentro por el ciberespacio. A pesar de que
ella estaba en alguna parte lejana de la ciudad, supe que sonreía y que, tal
vez, sentía la misma nostalgia que yo sentí cuando volví a ver sus fotos.
Después de charlar durante varias horas sobre anécdotas que
hasta nosotros mismos pensamos haber olvidado, no resistí la tentación de
escribirle: “Tengo ganas de verte”. Se demoró casi cinco minutos en
responderme: “Este viernes hay una fiesta en casa de Hércules, mi prometido,
¿puedes venir?”.
Les respondí que sí, que me encantaría, y que sería el
primero en llegar, pues tenía muchísimas ganas de conocer a su prometido con nombre
de héroe mitológico, y por supuesto, también tenía ganas de volverla a ver.
Hércules vivía en una de las zonas más exclusivas de
Pimentel. Estacioné mi auto cerca de la casa y bajé mirando para todos lados.
La casa era inmensa y estaba cercada por grandes murallas con cercos
eléctricos. Estaba a punto de tocar el timbre cuando Sarita Bermejo Acosta
abrió la puerta. Quedé estupefacto, era ella, Sarita, la chica que creció
conmigo, que fue mi compañera, mi amiga, mi enamorada y casi mi novia. Estuvimos
parados uno frente a otro un largo tiempo. De pronto, Sarita me sonrió y
abrazándome, me dijo: “¡Cuánto tiempo!”.
“Demasiado”, atiné a contestar. Cuando pasé mi brazo por su cuello
regresaron a mí recuerdos extraños, olores entrañables, miradas largas… y la
nostalgia se apoderó de mí.
Sólo cuando nos separamos me di cuenta de que Hércules
Mondragón estaba parado junto a Sarita. Lo saludé con un apretón de manos y una
sonrisa. Él también me sonrió, aunque, en el fondo, yo sabía que su sonrisa era
falsa. Falsa, pero cortés.
Caminamos lentamente hacia la sala mientras Sarita me
conversaba sobre su nueva vida. Yo no le decía nada, sólo la miraba, embobado.
Hércules me invitó a tomar asiento y me preguntó qué deseaba tomar. “Lo que
sea”, le respondí. Y mirando a Sarita agregué: “Hoy hay mucho por celebrar”. Mi
ex chica se sonrojó y bajó la mirada, y Hércules, acongojado, se dirigió hacia
el pequeño bar. “¿No va a venir nadie más?”, le pregunté a Sarita cuando por
fin estuvimos solos. “Sí, pero aún es temprano. Créeme, este lugar se va a
llenar de gente”, me respondió.
Luego Sarita me platicó sobre el hospital donde trabajaba, y
sobre cuáles eran sus planes a futuro. “Me quiero casar aunque, tú sabes, esas
decisiones son muy difíciles y…vamos, tú me conoces, soy indecisa por
naturaleza”, dijo Sarita. “¿Lo amas?”, le pregunté. Ella bajó la mirada y miró
sus manos. En la mano derecha llevaba un anillo de compromiso. Estaba por
responder cuando Hércules llegó y nos dio a cada uno una copa de vino. “Salud”,
exclamó. “Por los buenos tiempos”, dije, y los tres bebimos al mismo tiempo.
Por el rabillo del ojo pude ver cómo Sarita se sonrojaba y sonreía a la vez.
“Está buenísimo”, agregué. Y Hércules volvió a mostrarme su sonrisa fingida y
fraudulenta. Alguien tocó la puerta y Hércules se disculpó. “Ya llegaron mis
amigos, amor, ¿me acompañas?”, le dijo el héroe mitológico a mi ex chica. “En
un momento voy”, respondió Sarita. Y yo sonreí.
Horas después, Sarita y yo nos encontrábamos en el balcón del
segundo piso de esa mansión cuyo dueño era un hombre con nombre mitológico y
sonrisa falsa. Hablar con Sarita era como regresar al pasado, o como si este
regresara al presente. Mirar a mi ex chica a los ojos era como estar en un
sueño. Ella bebía y fumaba con elegancia, como siempre lo había hecho. Me daba
palmadas en la espalda cuando le contaba algo gracioso y me decía: “Ay
Dieguito, sigues siendo el mismo encanto de siempre”.
Sarita y yo conversábamos mirando el frío mar de Pimentel. Las
bocanadas de humo que ella lanzaba se perdían al instante por el fuerte viento
que corría en aquella terraza. “¿Lo amas?”, le volví a preguntar. Ella me miró,
luego miró el mar y lanzó una gran bocanada de humo, que desapareció rápidamente.
“Obvio que siento algo por él. ¿Por algo nos vamos a casar,
no?”, me dijo. Su respuesta fue seca, iba a decir algo más, pero al instante se
arrepintió y bebió vino de su copa. “Además ya estoy aquí, no me puedo tirar
para atrás”.
“Ahora estás aquí, conmigo”, le dije. Ella me miró y rió a
carcajadas. “Eres un huevón. Estoy aquí porque hace más de cinco años que no te
veía, y porque… no sé, quería conversar contigo, saber qué fue de ti, saber qué
sientes”.
“Siento que aún no te puedo olvidar”, le solté.
Sus risas terminaron bruscamente. Se puso pálida y nerviosa.
Tiró el cigarro al suelo y lo pisó con rapidez.
“Diego, mejor bajemos, creo que has bebido demasiado”, me
dijo, y comenzó a caminar hacia las escaleras que daban al primer piso.
“Dime que ya no me amas Sarita, dime que ya no me amas
mirándome a los ojos y me iré de aquí ahora mismo, te lo juro”, le imploré.
Ella volteó, me miró a los ojos y cuando estaba a punto de
hablar, la besé. Al principio ella se opuso, pero luego pasó su brazo por mi
cuello y nos besamos apasionadamente por varios minutos. Afuera, el mar rugía
más fuerte que nunca, y en el primer piso se escuchaba la música de la fiesta.
Cuando nos soltamos, ella me dijo. “Tenemos que irnos de
aquí”. “¿A dónde?”, le pregunté. “No sé huevón, tú me besaste, ahora quiero que
me saques de aquí”, exclamó. “¿Y Hércules?”, volví a preguntar. “Ahora estoy
contigo, Diego, no me preguntes por él, debe estar con sus amigos, como
siempre”, vociferó Sarita.
Tomados de las manos, bajamos por la parte de atrás y huimos
por el garaje. Antes de salir, vi la cara de Hércules Mondragón por última vez.
En una mano tenía un cigarrillo y en la otra una copa de vino. A su lado había
una joven de vestido azul, que le coqueteaba descaradamente. En la mano derecha
de Hércules pude ver el esplendoroso brillo que emanaba de su anillo de oro.
“Seguramente, hoy será la última noche que lo lleve puesto”, pensé, y salí de
la casa.
Minutos después, Sarita y yo caminábamos por en medio de la
calle hacia el lugar donde yo había estacionado mi auto. Mientras avanzábamos,
ella iba sacando el anillo de compromiso que llevaba en su dedo. Cuando por fin
lo quitó, lo mantuvo en su mano derecha unos segundos y luego, súbitamente, lo lanzó por la vereda. La
alhaja rodó y fue a parar cerca de unos
ladrillos que estaban tirados en la acera.
“¿Tienes hambre?”, le pregunté cuando faltaban algunos metros
para llegar al auto. Ella afirmó con la cabeza. “¿Vamos a comer algo?”, le
volví a preguntar. “Comamos”, me respondió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario