Alva está tendida en la cama, durmiendo. Yo, sentado junto a ella, contemplo embobado su delicado y dulce rostro, que refleja un sueño placentero. Aún no puedo creer que esa chica que está tendida en la cama sea mi novia. Aún no puedo creer que ella y yo seamos pareja.
Hace poco escuché que el hipocampo es la parte del cerebro con la que uno se enamora. Yo creo que Alva es la dueña de mi hipocampo, y de mi corazón, y de todo mi cuerpo. Alva es mi vida, mi pasión.
Son las ocho de la mañana del día sábado de un año que ya olvidé. Hoy me toca trabajar, pero en este momento estoy pensando seriamente en faltar al trabajo y quedarme contemplando el rostro de Alva todo el día. Sé que si lo hago probablemente sea despedido, pero no me importaría en lo más mínimo quedarme sin trabajo con tal de seguir observando a mi chica.
De pronto, Alva da un respingón y despierta. “¿Qué haces?”, me pregunta. “Nada, sólo te observo dormir”, le respondo, y le estampo un beso en su mejilla, a lo que ella responde con una sonrisa. “Tontito. Hoy te toca trabajar, anda cámbiate, no vayas a llegar tarde”, me dice. Luego la vuelvo a besar y me pongo de pie para empezar a vestirme.
Cuando al fin estoy listo para salir, me acerco a ella para despedirme con un beso, pero al ver su rostro angelical disfrutar del placer del sueño, cambio de idea. Entonces voy hacia el pequeño ropero, cojo el lápiz labial rojo con el que Alva se maquilla todos los días, y escribo en el espejo del pequeño armario: “Me fui al trabajo. Eres mi vida, te amo, nos vemos en la noche”, y salgo de la habitación.
Dos horas después, Alva llama a mi teléfono celular y me dice: “Gracias mi amor, lo de hoy fue un éxtasis de romanticismo. Yo también te amo, tontito”. Yo le respondo que no tiene por qué agradecerme, pues es lo mínimo que puedo hacerle a la dueña de mi hipocampo. Ella no entiende lo que le digo, pero ríe, y yo siento que Alva es el amor de vida.
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