Conocí a Valeria en la parte trasera de un colectivo, mientras ella hablaba con su amiga sobre Abimael Guzmán. Al parecer, su amiga no sabía quién era aquel personaje nefasto de la historia del Perú, y Valeria trataba de explicárselo. No sé de dónde me salieron las fuerzas para inmiscuirme en su conversación y decirles: “En resumidas cuentas, Abimael Guzmán era un cabrón, un loco hijo de puta que mataba siguiendo una filosofía descabellada y fanática, era el diablo en persona”. El chofer soltó una carcajada sucia y Valeria me miró por primera vez en su vida. “Exacto”, soltó. Y me sonrió. “Me llamo Andrés, ¿y tú?”, le pregunté. “Yo Valeria”, me respondió. Luego miré la hora, eran las siete y cuarto de la noche.
Al día siguiente me paré en el paradero de colectivos a las seis y media de la tarde para esperar a la chica, que yo presumía, regresaría. Cuando apareció, me miró pícara y me preguntó: “¿Me estás siguiendo, Andresito?”. “Tú qué crees”, le respondí. Y me volvió a sonreír.
Casi un mes después, ya éramos enamorados, y dejamos de ir en colectivo, pues preferíamos caminar. En realidad, yo prefería besarla y abrazarla y acurrucarla en el colectivo, pero con tal de estar de ella, era capaz de caminar por toda la ciudad.
Valeria era negra. Así de simple, negra. Una negra sonriente, de cabello enrollado color azabache y ojos marrones. Tenía un cuerpo descomunal, un cuerpo de negra: nalgas enormes y senos cortos, toda una perfección. Yo la besaba en el cuello, y luego, lentamente, subía hasta sus labios. Mientras la besaba, la miraba a los ojos. Y ella también me miraba. Valeria paseaba sus manos por mis delgadas nalgas y me preguntaba: “¿No quieres que te pase alguito del mío, amor?”. Y yo no sabía qué responder. Valeria me encanta, no sé si la amo, pero quiero estar con ella siempre.
Una vez, mientas nos besábamos en un parque, unos albañiles que pasaban por allí nos gritaron: “¡Arrechos, vayan a un telo de un vez!”, y yo solté una gran carcajada. Pero Valeria se molestó e hizo algo sorprendente, algo que muy pocas mujeres hubieran hecho: “¡Váyanse a la mierda, serranos!”, gritó. Muy cerca, unas palomas volaron asustadas y dejaron sus nidos vacíos. “Cállate oye, estás loca, ahorita regresan y me sacan la mierda. Además, no estás en condiciones de discriminarlos, negrita”, le dije, pero eso la molestó aun más. Y después de casi un mes de relación, esa fue nuestra primera pelea.
Algún tiempo después, yo ya conocía a su madre y a su padre, y a toda su familia. A veces me sentía mal, me sentía como un lunar blanco entre tanta de gente de color. Pero el calor que emanaba de la mano de Valeria me daba fortaleza para sonreírles a todos, hasta al perro, un pequinés desnutrido que mordía duro a pesar de no tener más de cinco dientes.
Conocer a la familia de Valeria fue más fácil de lo que pensé. Su padre, don Hugo, era un negro de dientes amarillos y cariados, pero en general una buena persona. Le gustaba hablar de Alianza Lima, y de Cubillas, y de Cueto. Entonces yo respondía que no sabía nada de fútbol, y que mi tema favorito era la política (lo que me hacía el estudiante de arquitectura más mentiroso del mundo). “Bah, tonterías. Te has conseguido un chanconcito, Valerita”, decía don Hugo. Y Valeria se avergonzaba.
Su madre, doña Jordana, era una señora espectacular, una suegra (me doy el lujo de pensar que era mi suegra) casi fantástica. Cuando me conoció, lo primero que hizo fue invitarme la chicha morada más deliciosa que había probado en mi vida. “Es que la acá la preparamos con el verdadero maíz. La hacemos hervir con cáscara de piña, todo natural, acá no hay nada de sobres artificiales ni huevadas. Todo natural, todo”, sentenciaba doña Jordana con un acento gracioso.
Mi relación con Valeria era perfecta, hasta que llegó el 31 de octubre.
Toda mi vida he celebrado Halloween. Sé que soy un mal peruano al hacerlo, pero era imposible no ir con Gerardo y Francesco a las fiestas de Halloween de Gloria Fariño, la chica más pituca de la ciudad. Era imposible perderse a las amigas de Gloria disfrazadas de conejitas, o de pollitas, o de ratoncitas. Era imposible perderse tanto alcohol y comida gratis, escuchando música de los Beatles, de Nirvana y de Michael Jackson. Era, simplemente, imposible.
Sin embargo, ese 31, por primera vez en mi vida, celebraría el Día de la Canción Criolla. Tengo que admitirlo, me causó nostalgia no alquilar el viejo smoking que usaba para disfrazarme de James Bond, pero me consolaba pensando que la iba a pasar con Valeria, la negra más linda del mundo.
Sería mentira decir que no traté de convencerla de celebrar Halloween conmigo, pero ella, tajante, me rechazó. No porque no quisiera, sino porque su familia no la dejaría. No le insistí, aunque mi instinto animal me hizo decirle al oído: “Te verías genial disfrazada de conejita, con ese cuerpo serías la envidia de todas”. “Y yo la envidia de todos”, pensé. “Es que no me has visto bailar festejo. Cuando me veas, no te vas a arrepentir de estar allí”, me decía, y yo le creía.
El Día de la Canción Criolla cayó sábado, lo recuerdo bien. La fiesta había comenzado y yo, sentado con Valeria, estaba totalmente sorprendido con la forma en que todos bailaban el festejo. El cajón sonaba de una manera pegajosa y hacía una combinación genial con la guitarra y con los movimientos de los bailarines, que no tenían distinción de edad: bailaban niños, ancianos y jóvenes al mismo compás. “Amor, no te arroches por mí, si quieres bailar, dale, anda”, le dije a Valeria. “¿No te importa si te quedas solito?”, me preguntó, y yo negué con la cabeza, sonriéndole.
Valeria saltó a la pista de baile y comenzó a moverse extraordinariamente. Se contoneaba de un lado a otro y movía los brazos y piernas con maestría. Yo de festejo no sabía nada, pero si había una forma de bailarlo a la perfección, definitivamente, era la forma en que Valeria lo bailaba. Ella era la reina del festejo, y era mi chica. Y me sentí un hombre feliz, el más feliz.
Pero entonces pasó. Alguno de los que estaban sentados gritó: “¡Toquen el alcatraz!”, y los demás lo vitorearon: “¡Sí, el alcatraz, toquen el alcatraz!”. “¿El qué?”, pregunté. Y una anciana que estaba sentada cerca me dijo: “El alcatraz pues hijo, es un baile nuestro en el que el hombre tiene que intentar prender con una vela el cucurucho que la mujer lleva en la cola, pero créeme, es más difícil de lo que parece, nosotras las negras nos movemos de una forma tal, que es imposible prendernos el cucurucho. A mí nunca me lo prendieron”.
Quedé estupefacto con la descripción. “Estos negros sí que son de candela”, pensé. Y de pronto, don Hugo, quien evidentemente estaba borracho, se me acercó y me dijo: “Tú vas a bailar con mi Valeria, haber si le puedes prender el cucurucho, cojudo”, y sacó una vela de su bolsillo. Luego la prendió y me la dio, y los que estaban cerca empezaron a aplaudir.
Me puse en pie con la vela en la mano y caminé hacia donde estaba Valeria. Los demás bailarines habían hecho una ronda y aplaudían al compás de la música. Miré a Valeria y ella me sonrió. Evidentemente, estaba nerviosa, sin embargo, se acercó y me dijo: “Sólo sígueme, ¿sí?”. Y yo asentí, sonriendo. Mi chica empezó a contonearse y a mover el cucurucho que alguien le había colocado en la cola. Se movía a una velocidad inhóspita. Yo traté de bailar, pero me sentí tonto al hacerlo, pues mis pasos eran fríos y totalmente descoordinados. Pese a todo, traté de concentrarme en el cucurucho que se movía como los diablos, y que, en vez de prenderse, por poco apagaba la vela que yo llevaba en la mano. Empecé a sudar cuando alguno de los que habían hecho la ronda gritó: “¡No pasa nada con ese muchachito, eh!”, y los demás rieron.
Tengo que admitirlo, me molestó que se burlaran de mí, yo no tenía la culpa de nada, toda mi vida había celebrado Halloween, toda mi vida había bailado Billie Jean y me sabía todos los pasos de Thriller, pero de festejo no sabía absolutamente nada.
En un arranque de locura, cogí la vela y me aproximé lo más que pude a Valeria, quien empezó a moverse más rápido que antes. Sin embargo, apreté los dientes y sostuve la vela con firmeza hasta que vi cómo una gran llama nacía en la cola de mi chica. “Por fin”, pensé. Pero toda mi alegría se desmoronó cuando vi cómo la pequeña falda de mi adorada Valeria se prendía, y mi chica lanzaba desgarradores gritos de dolor.
Entonces todo el panorama cambió. Ya nadie bailaba ni sonreía. Todos estaban pendientes de lo que le había pasado a Valeria. Doña Jordana había sido la primera en traer un balde con agua y apagar el fuego, pero por precaución, decidieron llevarla al hospital.
Instantes después, Valeria y sus padres salieron embalados hacia la clínica más cercana, y yo salí detrás de ellos, nervioso, vibrante, y más avergonzado que nunca.
Cuando llegué a la clínica, fui a la habitación donde estaba Valeria, y quise entrar, pero en la puerta estaban sus padres. Cuando me vieron, pensé que me mirarían como si yo fuera de una raza inferior, como si fuera una cucaracha maloliente, un ser despreciable, pero eso no ocurrió. Don Hugo se me acercó, me abrazó y me dijo: “No te preocupes por Valeria, hijo, ella estará bien.”, luego miró a su mujer, quien asintió haciendo un leve movimiento con la cabeza, y Don Hugo prosiguió: “Sabes, mi padre siempre me dijo que aquel que alguna vez prendiese el cucurucho a Valeria, él, y sólo él, podrá ser digno de casarse con ella. Y tú lo has conseguido, chico. En fin, ¿Te quieres casar con mi hija, Andresito?”.
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