martes, 2 de abril de 2013

Crónica: La fiesta de los finados


El uno y dos de noviembre, en Piura, los cementerios no parecen cementerios. Parecen centros de reunión familiar, fiestas, comederos, y hasta espectáculos públicos. Las calles se cierran pues la gente se alborota por entrar  a ver a sus seres queridos. Escaleras, agua, pintura, guitarras, flores, coronas y alimentos se mezclan entre la multitud, y se van abriendo paso entre los nichos cochambrosos.
Armelinda Quispe probó con la punta de sus labios la soya blanquiñosa que había estado preparando desde el domingo en la mañana, y asintió. “Está lista”, pensó. Una vez más, y por décima vez, iría a ver a su hijo Juan Lavalle Quispe al cementerio San Teodoro. Le preparó la comida como cuando lo mandaba al colegio, en Montero. Preparó el arroz, los frijoles, frió los plátanos y la carne, y los dejó listos para sólo servir. Sus hijas, Olga y Cecilia se encargaron de la zarza, y para las ocho de la noche del mismo día, el tacu-tacu estaba listo. El tacu-tacu era el plato preferido de Juan, y se lo llevan todos los años, a la misma hora. “Él se pone feliz, sentimos cómo su espíritu salta de alegría en la casa”, cuenta Olga, de catorce años. Antes de partir al cementerio, bendicen la comida con oraciones y plegarias. Ninguna de las tres mujeres puede evitar llorar.
Son las ocho de la mañana del lunes uno de noviembre. El día ha amanecido nublado y hace frío. Es un frío inusual en Piura. Un frío que se está extendiendo más de lo normal y que pone de mal humor a la gente. En la entrada del cementerio Metropolitano, algunas ancianas se ajustan las chalinas al cuello y caminan de forma llamativa. Otros hombres, que parecen cansados, se frotan las manos y miran al cielo, como pidiéndole que detenga la frigidez. Algunas mujeres con ojos lacrimosos, cruzan sus brazos y los aprietan a su cuerpo, haciendo que éste  tome una postura demasiado erguida. Distintos niños, algunos con gorros y guantes, corren y ríen, inconscientes del fenómeno que los asecha, inconscientes de lo que la vida les espera. Inconscientes de que están cerca de los muertos.
Entre esos niños, casi al fondo del primer pabellón del cementerio, está sentado Frank Abanto Salvador. Tiene once años, y desde hace cinco trabaja en el cementerio. Su pequeño cuerpo se estremece con cada ráfaga de aire que sopla el viento cruel. No tiene ganas de pararse, no tiene ganas de trabajar. Pero no tiene más opción, hoy es el día de todos los santos, y hay que amanecerse laborando.
Frank camina por entre la muchedumbre mientras grita: “¡Pintura, pintura, pinto, pintura!”. Pasa una viejecita apurada con un bastón y una biblia en cada mano, y Frank le pregunta: “¿Le pinto el nicho, seño, le pinto?”. Pero la anciana no se inmuta y continúa su sosegado camino. A Frank no lo amilana que el día esté bajo, a pesar de todo, y que la competencia crezca cada vez más. “Algunos de los que trabajan aquí son choros disfrazados”, dice.
Mientras Frank busca clientes en la entrada del cementerio, en el décimo pabellón, se ha montado una fiesta improvisada frente al nicho de Elvira Benítez, muerta hace cincuenta años. Sus familiares han colocado una pequeña mesa, con sillas y bancos alrededor. Entre curiosos y parientes, son casi treinta las personas que se han parado alrededor de la tumba. Encima de la mesa han puesto una torta de lúcuma, chicha de jora, y todo de tipo de aperitivos, entre los que sobresalen los chifles dorados. La familia de doña Elvira ha contratado charros para que animen el ambiente. Y efectivamente, lo han conseguido: la gente aplaude y se regocija recordando a la difunta. La comida se reparte y todos comen contentos. Todos menos Juan, uno de los hijos de doña Elvira. Juan no conoció a su mamá, o al menos no la recuerda, pues era muy niño cuando esta falleció. “No la conocí, pero la amo más que mis hermanos”, dice, mientras sus ojos se llenan de lágrimas.
El sol va creciendo mientras llega el mediodía. La gente ansiosa, ávida, sigue entrando al cementerio. Las chalinas y los guantes se han cambiado por gorros y periódicos, que más que para leer, la gente los ha comprado para echarse aire. Al fondo del Metropolitano, donde los pabellones y los pasillos han terminado, se extiende una gran masa de arena cubierta de cruces blancas y flores secas. Allí descansan los difuntos más pobres de Piura. Allí los difuntos, literalmente, han pasado a formar parte del sablón eterno, del dolor piurano. El sudor se combina con las lágrimas produciendo una sensación de desesperación contenida, de recuerdo ausente. Entre llanuras y piedras, se encuentra sentada Ángela Barrantes, de treinta y un años. Está frente a su hijo Junior. La cruz que distingue la tumba de Junior con la de los demás difuntos es muy difícil de ver a simple vista, pero el dolor le ha enseñado a Ángela el camino hacia a su hijo. Ángela moja con delicadeza la tumba de su hijo, besa la cruz, la acaricia, le coloca un pequeño ramo de flores en el apoyo, y se vuelve a sentar a contemplar la cruz. Está como ida, es como si estuviese conversando con su hijo, como si de verdad lo estuviese viendo. La gente camina por las pampas con mucho cuidado, pues pisar un difunto puede llegar a ser mortal. Algunos, como Jorge Isapú, escavan la tumba de su difunto y la vuelven a hundir con fuerza. “Para el lado de acá no hacen mantenimiento, no limpian, nada. Uno mismo tiene que ingeniárselas para que la tumba esté presentable”, dice. Y no es para menos, en el cementerio Metropolitano no cobran por enterrar en los arenales. Sólo basta tener al difunto.
Ya de noche, el frío ha vuelto, y en el cementerio San Teodoro se prenden las lucecillas y velas en los nichos de los finados. Los familiares van entrando a velar a sus seres queridos. Velar significa quedarse toda la noche frente a la tumba. Algunos rezan, otros toman café caliente, otros han llevado sus almohadas y se acomodan para dormir. Las más ancianas han ido de vestidas del mismo negro que usaron el día del entierro. Una mujer resalta de entre los demás. Está echada en la tumba de su esposo. No está dormida, pero tiene los ojos cerrados. “Se ha desmayado”, dicen algunos, pero cuando tratan de ayudarla, se incorpora y aclama que la dejen allí. Que la dejen con su esposo, porque “ahora sólo puedo dormir una vez con él al año”, dice.
Hay tanta iluminación en el cementerio, que éste ha dejado de ser tenebroso. Quizás esta sea la única noche del año en el que los muertos no espantan, ni asustan, ni penan. Desde las diez de la noche, hasta las cuatro de la mañana, el panorama es el mismo. La gente entra y sale, sin parar. Son tantos que probablemente, y sin quererlo, se abrigan del frío juntándose, rozándose.
Cuando la nueva oleada de sol empieza a aparecer nuevamente en las pupilas de los veladores, las velas se han apagado. La gente regresa a casa con la nostalgia a cuestas. Van cabizbajos y cansados por pernoctar, pero felices. Felices porque exista el día uno de noviembre, porque este los acerca más a sus seres queridos, y porque el otro año, dicen, será mejor. Regresan pensando tal vez, que el frío ha empeorado desde hace tiempo. Y que tal vez empeoró más desde la muerte de alguien amado.


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