El
uno y dos de noviembre, en Piura, los cementerios no parecen cementerios.
Parecen centros de reunión familiar, fiestas, comederos, y hasta espectáculos
públicos. Las calles se cierran pues la gente se alborota por entrar a ver a sus seres queridos. Escaleras, agua,
pintura, guitarras, flores, coronas y alimentos se mezclan entre la multitud, y
se van abriendo paso entre los nichos cochambrosos.
Armelinda Quispe probó con la punta de
sus labios la soya blanquiñosa que había estado preparando desde el domingo en
la mañana, y asintió. “Está lista”, pensó. Una vez más, y por décima vez, iría
a ver a su hijo Juan Lavalle Quispe al cementerio San Teodoro. Le preparó la
comida como cuando lo mandaba al colegio, en Montero. Preparó el arroz, los
frijoles, frió los plátanos y la carne, y los dejó listos para sólo servir. Sus
hijas, Olga y Cecilia se encargaron de la zarza, y para las ocho de la noche
del mismo día, el tacu-tacu estaba listo. El tacu-tacu era el plato preferido de
Juan, y se lo llevan todos los años, a la misma hora. “Él se pone feliz,
sentimos cómo su espíritu salta de alegría en la casa”, cuenta Olga, de catorce
años. Antes de partir al cementerio, bendicen la comida con oraciones y
plegarias. Ninguna de las tres mujeres puede evitar llorar.
Son las ocho de la mañana del lunes uno
de noviembre. El día ha amanecido nublado y hace frío. Es un frío inusual en
Piura. Un frío que se está extendiendo más de lo normal y que pone de mal humor
a la gente. En la entrada del cementerio Metropolitano, algunas ancianas se
ajustan las chalinas al cuello y caminan de forma llamativa. Otros hombres, que
parecen cansados, se frotan las manos y miran al cielo, como pidiéndole que
detenga la frigidez. Algunas mujeres con ojos lacrimosos, cruzan sus brazos y
los aprietan a su cuerpo, haciendo que éste
tome una postura demasiado erguida. Distintos niños, algunos con gorros
y guantes, corren y ríen, inconscientes del fenómeno que los asecha,
inconscientes de lo que la vida les espera. Inconscientes de que están cerca de
los muertos.
Entre esos niños, casi al fondo del
primer pabellón del cementerio, está sentado Frank Abanto Salvador. Tiene once
años, y desde hace cinco trabaja en el cementerio. Su pequeño cuerpo se
estremece con cada ráfaga de aire que sopla el viento cruel. No tiene ganas de
pararse, no tiene ganas de trabajar. Pero no tiene más opción, hoy es el día de
todos los santos, y hay que amanecerse laborando.
Frank camina por entre la muchedumbre
mientras grita: “¡Pintura, pintura, pinto, pintura!”. Pasa una viejecita
apurada con un bastón y una biblia en cada mano, y Frank le pregunta: “¿Le
pinto el nicho, seño, le pinto?”. Pero la anciana no se inmuta y continúa su
sosegado camino. A Frank no lo amilana que el día esté bajo, a pesar de todo, y
que la competencia crezca cada vez más. “Algunos de los que trabajan aquí son
choros disfrazados”, dice.
Mientras Frank busca clientes en la
entrada del cementerio, en el décimo pabellón, se ha montado una fiesta
improvisada frente al nicho de Elvira Benítez, muerta hace cincuenta años. Sus
familiares han colocado una pequeña mesa, con sillas y bancos alrededor. Entre
curiosos y parientes, son casi treinta las personas que se han parado alrededor
de la tumba. Encima de la mesa han puesto una torta de lúcuma, chicha de jora,
y todo de tipo de aperitivos, entre los que sobresalen los chifles dorados. La
familia de doña Elvira ha contratado charros para que animen el ambiente. Y
efectivamente, lo han conseguido: la gente aplaude y se regocija recordando a
la difunta. La comida se reparte y todos comen contentos. Todos menos Juan, uno
de los hijos de doña Elvira. Juan no conoció a su mamá, o al menos no la
recuerda, pues era muy niño cuando esta falleció. “No la conocí, pero la amo
más que mis hermanos”, dice, mientras sus ojos se llenan de lágrimas.
El sol va creciendo mientras llega el
mediodía. La gente ansiosa, ávida, sigue entrando al cementerio. Las chalinas y
los guantes se han cambiado por gorros y periódicos, que más que para leer, la
gente los ha comprado para echarse aire. Al fondo del Metropolitano, donde los
pabellones y los pasillos han terminado, se extiende una gran masa de arena
cubierta de cruces blancas y flores secas. Allí descansan los difuntos más
pobres de Piura. Allí los difuntos, literalmente, han pasado a formar parte del
sablón eterno, del dolor piurano. El sudor se combina con las lágrimas
produciendo una sensación de desesperación contenida, de recuerdo ausente.
Entre llanuras y piedras, se encuentra sentada Ángela Barrantes, de treinta y
un años. Está frente a su hijo Junior. La cruz que distingue la tumba de Junior
con la de los demás difuntos es muy difícil de ver a simple vista, pero el
dolor le ha enseñado a Ángela el camino hacia a su hijo. Ángela moja con delicadeza
la tumba de su hijo, besa la cruz, la acaricia, le coloca un pequeño ramo de
flores en el apoyo, y se vuelve a sentar a contemplar la cruz. Está como ida,
es como si estuviese conversando con su hijo, como si de verdad lo estuviese
viendo. La gente camina por las pampas con mucho cuidado, pues pisar un difunto
puede llegar a ser mortal. Algunos, como Jorge Isapú, escavan la tumba de su
difunto y la vuelven a hundir con fuerza. “Para el lado de acá no hacen
mantenimiento, no limpian, nada. Uno mismo tiene que ingeniárselas para que la
tumba esté presentable”, dice. Y no es para menos, en el cementerio
Metropolitano no cobran por enterrar en los arenales. Sólo basta tener al
difunto.
Ya de noche, el frío ha vuelto, y en el
cementerio San Teodoro se prenden las lucecillas y velas en los nichos de los
finados. Los familiares van entrando a velar a sus seres queridos. Velar
significa quedarse toda la noche frente a la tumba. Algunos rezan, otros toman
café caliente, otros han llevado sus almohadas y se acomodan para dormir. Las
más ancianas han ido de vestidas del mismo negro que usaron el día del
entierro. Una mujer resalta de entre los demás. Está echada en la tumba de su
esposo. No está dormida, pero tiene los ojos cerrados. “Se ha desmayado”, dicen
algunos, pero cuando tratan de ayudarla, se incorpora y aclama que la dejen
allí. Que la dejen con su esposo, porque “ahora sólo puedo dormir una vez con
él al año”, dice.
Hay tanta iluminación en el cementerio,
que éste ha dejado de ser tenebroso. Quizás esta sea la única noche del año en
el que los muertos no espantan, ni asustan, ni penan. Desde las diez de la
noche, hasta las cuatro de la mañana, el panorama es el mismo. La gente entra y
sale, sin parar. Son tantos que probablemente, y sin quererlo, se abrigan del
frío juntándose, rozándose.
Cuando la nueva oleada de sol empieza a
aparecer nuevamente en las pupilas de los veladores, las velas se han apagado.
La gente regresa a casa con la nostalgia a cuestas. Van cabizbajos y cansados
por pernoctar, pero felices. Felices porque exista el día uno de noviembre,
porque este los acerca más a sus seres queridos, y porque el otro año, dicen,
será mejor. Regresan pensando tal vez, que el frío ha empeorado desde hace
tiempo. Y que tal vez empeoró más desde la muerte de alguien amado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario