Siempre he pensado que existen personas que, simplemente, nunca podrán vivir en sociedad, ni tener vecinos, ni amigos cercanos, ni un celular lleno de contactos. Algunas veces me gustaría ser así. Irme a la mierda, no conversar con nadie, reírme solo, que no me importe lo que digan los demás de mí, o lo que digan de quien sea. Pero eso es imposible. En mi naturaleza están las ansias de interactuar, de hablar, de joder y ser jodido.
Sin embargo, hay una etapa en nuestras vidas en la que eso ya no nos importa. Lo único que queremos es sentarnos frente a la tele, o leer un libro sin que nadie nos hinche las pelotas. Precisamente, así era la señora Lucha, mi ex vecina. Cuando era pequeño, lo único que sabía de la señora Lucha era que tenía una gigantesca escoba roja con la que barría la vereda de su casa mientras yo iba al colegio a las seis y media de la mañana. Vivió con su marido hasta que éste, luego de una penosa enfermedad, muriera.
Dicen algunos vecinos que después de que su esposo muriera, ella perdió las ganas de vivir. No le encontraba razón a la vida sin un marido a quien atender. Dicen que rezaba para morir. Sus hijos, al ver el inestable estado de ánimo en que se encontraba su madre, y ante las insistentes llamadas de los vecinos preocupados por la salud de la pobre vieja, accedieron a contratarle, primero una enfermera, y más tarde una psicóloga.
Lo cierto es que, después de algunas semanas, la “pobre vieja”, se había convertido en una “vieja de mierda” para las dos trabajadoras. Las dos renunciaron aclamando que nunca más volverían a tratar con seniles dementes. Después de ellas, vinieron casi veinte enfermeras más (por no decir treinta). Y ni qué decir de la psicóloga, que terminó cambiándose de profesión. Pero todas salían despavoridas insultando y maldiciendo a doña Lucha.
En fin, a Clorinda, la hija mayor, no le quedó otra que irse a vivir con la señora Lucha (Teniendo en cuenta que el marido de Clorinda la había abandonado con 2 críos, y la había echado de casa, no era tan mala opción). Por ese entonces yo tenía dieciséis años, y mi masculinidad iba naciendo como el sol al amanecer.
Mi padre me había comprado un pastor alemán. Yo al perro no lo quería, pero mi madre me convenció que tenerlo sería una buena alternativa, pues cuidaría la azotea de los ladrones. Acepté a regañadientes, sabía que mis padres me lo “regalaban” sólo para que yo lo cuide. Es decir, lo saque a pasear, lo bañe, lo cure, lo alimente, y sobre todo, limpie su mierda. En venganza, bauticé al perro con el nombre de “Hijoput”, nombre que hacía temblar no sólo a mi madre, sino también a todas las vecinas que me escuchaban llamarlo.
Hijoput era un perro estúpido. Cuando me lo dieron, ya tenía seis meses, pero parecía recién nacido. No comía, no corría, ni siquiera se paraba. Lo único que hacía era ladrar. Al principio yo lo callaba golpeándolo con un palo de escoba. Pero luego de algunas semanas, ni el dolor hacía que el maldito canino se calle el hocico.
Una tarde, sentado en una banca en la azotea de mi casa, escuchando al perro ladrar y leyendo una novela española de cuyo nombre no quiero acordarme, la señora Lucha se asomó por su azotea y miró al perro con desprecio. La reconocí al instante. Estaba demacrada, su cara parecía una pasita por las innumerables arrugas, y su cabello era tan blanco, que resplandecía con la luz del sol.
-¿De quién es ese perro de mierda?- preguntó mirándome.
Si hubiera escuchado esa voz sin ver a la persona que estaba hablando, no hubiera creído que se trataba de una anciana de tamaña edad y estatura. Parecía una enana, pero la voz la tenía como de un gigante.
Me empezaron a temblar las piernas, el libro se me cayó de las manos y fue a parar al lado de un pedazo de caca tieso que llevaba varios días allí.
-Mí… mío- respondí mientras estiraba la mano para coger la escoba. Debía estar preparado por si la vieja me atacaba.
-¿Y no lo puedes callar? Me tiene harta, no puedo dormir, no puedo leer, no puedo ver la novela. Y encima están estos niños del orto que me ha traído la Clorinda- mientras la vieja hablaba, el perro seguía ladrando, cada vez más fuerte, como si quisiera que sus ladridos se escucharan más que la tosca voz de doña Lucha- Me lo callas ahorita, sino lo mato, ¿me entiendes? ¡Lo mato!- dicho esto, desapareció no sin antes darle una severa mirada al pobre perro, que por fin, se había callado, y me miraba con la cabeza inclinada y las orejotas paradas.
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Todo el resto de ese día, el perro no ladró más. Fue por su bien. Por un momento pensé que había entendido lo que había dicho doña Lucha, porque no sólo no ladró, sino que ni siquiera se acercó al lugar por donde la vieja se había asomado.
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Pero los perros son animales, y los animales no conocen de amenazas. Ni siquiera de amenazas de muerte. Al siguiente día, el perro ladró desde casi el amanecer. Parecía que se estaba descobrando por no haber ladrado la noche anterior. Mientras me tomaba una taza de té y me comía una pan con queso, lo oía ladrar sin parar. Luego fui a mi cama pensando: “Al carajo, no creo que esa vieja pueda matar al perro, que se joda. Total, si lo mata, mejor”. Estaba a punto de limpiar el pedazo de caca que se había pegado en mi libro la tarde anterior, cuando oí un disparo. “Estoy soñando” pensé. Luego me tiré al piso y me escondí debajo de la cama (donde encontré varios pares de calzoncillos que yo ya había dado por perdidos) y me puse a rezar.
Pasaron alrededor de veinte minutos hasta que vi los pies de Nilda, la chica que hacía la limpieza, caminando hacia donde me encontraba. Luego se agachó, y con lágrimas en los ojos me dijo: “La hija de puta de doña Lucha mató al Hijoput”.
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Cuando subí a la azotea, ya el perro no estaba. Todos estaban en la puerta de mi casa, donde se había armado un gran lío. La policía había llegado. La gente curiosa se asomaba preguntándose qué había pasado. Bajé apresuradamente y vi a mi madre pagándole 10 soles a un señor que llevaba una carreta con desmonte. En la carreta estaba Hijoput. Lo habían tapado con una sábana vieja, sólo alcance a ver sus patas juntas. Me dio asco y me alejé. Sigilosamente me acerqué a donde estaba la muchedumbre y presencié una escena que nunca olvidaré. La señora Lucha estaba de espaldas a un agente de policía, quien trataba de ponerle unas esposas. Ella se resistía tratando de golpear con codazos y patadas. En un segundo veloz, nuestras miradas se cruzaron y ella sonrió. Luego me gritó: “¡Te dije, te dije que lo mataría!”.
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