domingo, 18 de septiembre de 2011

Abejas… ¿cura males?

Hoy me pasó algo muy extraño en la calle. Caminaba tranquilamente por el centro de la cuidad, cuando de pronto vi una multitud que se había aglomerado en torno a una carretilla de golosinas. No pude controlar el instinto de curiosidad natural que heredé de mi abuela Olinda y me acerqué lentamente, pues tenía miedo que el centro de atención sea un cadáver o algo por estilo, pero no tardé en darme cuenta de lo que había convocado a tanta gente: un enjambre de abejas se había posado en el techo de la carretilla.
Me alejé un poco, pues tuve miedo de que alguno de estos pequeños animales me picara. Sin embargo, la gente que estaba alrededor del toldo, se acercaba al enjambre y hasta levantaban las manos, como queriendo que los bichos les piquen. “Están locos”, pensé.
Uno a uno se iban acercando los curiosos a que las abejas les piquen en las manos o en los brazos. Después, cuando los animales ya los habían llenado de picaduras, salían de allí con semblante triunfante y una gran sonrisa. “Es para curar los males”, decían.
Me quedé atónito durante varios minutos, mirando cómo esas personas continuaban acercándose al enjambre con una felicidad increíble.
Una señora rechoncha se me acercó lentamente, y al verme notablemente aturdido, me dijo: “Joven, vaya a que le piquen, acérquese, va a ver que le hará bien. Ya verá cómo le quita los males”. Otro anciano moreno, de unos setenta años, agregó: “Vaya joven, mire que a mí me da más años de vida”. Y otras dos señoras más, con sus canastas de mercado, también me insistieron a que haga lo mismo.
Luego, eran casi diez las personas que me indicaban que vaya, “porque me curaría de los males”, “porque son animales benditos”, y “porque te aumentan las ganas de trabajar”.
No sé cómo me convencieron, o la verdad no sé si me convencieron ellos, o me convencí a mí mismo que debía acercarme al toldo. Caminé sigilosamente hacia el enjambre y levanté los dos brazos mientas cerraba los ojos. Sentí uno, dos, tres, cuatro, y hasta cinco picotazos. Bajé los brazos rápidamente. Las manos me ardían y me sentía como un tonto. No sentí que las picaduras me estuvieran quitando los males, ni tampoco que me dieran más ganas de trabajar,  así que miré a todos las personas que habían estado tratando de convencerme y les grité: “¡Mentirosos de mierda, mentirosos!”. Y me alejé del lugar.
Cuando caminaba, sentí que todos me miraban, casi más que al enjambre  de abejas.

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