Sentado en el inodoro de un baño asqueroso, me lamenté de haber aceptado la invitación de Juan. Y recordé todo.
Eran las nueve de la mañana. Yo me acababa de despertar cuando sonó el teléfono. Era Juan.
Después de preguntarme si ya me había levantado de la cama, me preguntó si tenía algo que hacer en la noche, y yo, casi sin pensarlo, le dije que no. Luego me recordó que ese era el último fin de semana que me quedaba de vacaciones, y que me esperaba a las ocho en un bar del centro. Yo acepté.
Así de rápido era Juan juntando a la gente para tomar. Yo no salía mucho en ese tiempo, y si lo hacía, era para ir al cine o a leer debajo de un viejo árbol del parque central. Era la buena vida de las vacaciones del 1999. Vivía sólo en el departamento que mis padres habían alquilado para mí. De vez en cuando escribía una que otra cosa loca que pasaba por mi mente, pero al final la mayoría de mis escritos terminaba en la papelera.
El día transcurrió como cualquier otro. Revisé noticias, las comenté con mis amigos cibernautas, pedí comida en delivery y me divertí viendo videos de Adal Ramones en youtube. Cuando eran las siete y media de la noche, recordé la reunión que tenía acordada con Juan. Me lavé los dientes, me puse unas zapatillas medias limpias y una chaqueta, y salí a la calle fumando un cigarrillo. Hacía frío, por lo que apresuré el paso.
Cuando llegué al antro donde habíamos quedado, vi a través del cristal a Juan y otras dos chicas más (a las que me parecía haber visto en la facultad) sentados en una pequeña mesa. En medio de esta, habían tres botellas de cerveza. Una de ellas estaba por la mitad y las otras dos vacías. Dudé en entrar o irme de allí. Al final decidí ingresar, pues qué mas daba, era el último sábado de mis vacaciones. Me merecía una buena chupa antes de empezar los estudios.
Cuando entré Juan me saludó muy acaloradamente y me presentó a sus dos acompañantes.
Sus nombres eran Teresa y Roxana. Rápidamente, las chicas me preguntaron qué y dónde estudiaba, y si tenía enamorada. Les respondí que no.
Roxana y Teresa no estudiaban en la misma universidad que yo. Es más, ni siquiera estudiaban. Trabajaban como imagen de una mueblería llamada “Ficus”. No tenían enamorado, pero andaban buscando uno. Las chicas me parecieron feas. Me parecieron demasiado vulgares. Eran medias gorditas, medias rellenitas. No eran mi tipo.
“Dos más”, le dijo Juan al mesero. “Y tráeme un buen ceviche de tollo”, terminó. En Trujillo, de donde yo provenía, nunca se comía el ceviche de noche, sólo en el almuerzo. Hacía algunos años, cuando llegué a Piura, me quedé estupefacto al ver como la gente cenaba ceviche. Lo comían hasta en la madrugada.
Casi diez minutos demoró el mesero en traernos el pedido. Diez minutos en los que Juan no se cansó de alagarme frente a las chicas. Éstas me miraban con ojos brillantes y sonrisas torcidas. “Ahí donde lo ven chicas, este muchacho escribe de putamadre, la rompe con las teclas. La máquina truena de tan bien que escribe este”, decía. “Truena de tanto porno que veo”, bromeaba yo, y las chicas se reían estrepitosamente.
Comíamos desesperados el ceviche, casi sin hablar. Todo iba bien, hasta que Juan llamó al mesero y le dijo: “Churre, tráeme ajicito, no seas malo”. Y el mesero le alcanzó en un pocillo pequeño, un gran rocoto rojo. Sin dudarlo, le clavé el tenedor al pimiento y traté de partirme un pequeño pedazo, pero estaba duro como una piedra, pues posiblemente lo habían tenido guardado en el refrigerador. Eran tantas mis ganas de probarlo, que lo cogí con la mano y lo sacudí hasta que cedió. Estaba sabroso. La tremenda picadura que me causó sólo se pudo refrescar con la cerveza helada que tenía en mi vaso.
Media hora después, Juan y yo ya habíamos pedido otro par de cervezas y la noche iba mejorando cada vez más. De un momento a otro, las chicas se veían más bonitas, más arregladitas. Sobretodo Roxana, que se reía de todo lo que yo contaba.
Generalmente, cuando tomo licor, me dan unas terribles ganas de orinar a cada rato. Terribles, voy a cada momento al sanitario. Es como si perdiera el control de mi próstata. Como si la cerveza fuera desde mi boca hasta mi vejiga de frente, sin parar siquiera por el estómago. Me paré, y me sentí un poco mareado, así que aminoré el paso hacia el baño. “¿A dónde vas, leoncito?”, me preguntó Roxana, que me había seguido. “Baño”, le respondí, y caminé apresuradamente.
Ya frente al inodoro, me bajé el cierre de la bragueta, puse a un lado mi calzoncillo, y saqué mi miembro a expulsar todo el líquido que me molestaba. Al instante, aullé por el ardor. Maldije mi suerte, maldije el ají, maldije a Juan y maldije el ceviche. Me senté en el inodoro y esperé lentamente hasta que me pase el ardor. En mi desesperación, oriné por todas partes y me manché la ropa. Me olí, apestaba. No sé cuánto tiempo pasé allí sentado. Un momento después, escuché la voz de Juan: “Pata, ¿estás bien?”. “¡Tráeme agua, cojudo!”, le grité. Sus carcajadas resonaron en todo el sanitario.
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