Estoy mal en la universidad. Los cursos que llevo me parecen difíciles y aburridos, y mis profesores me consideran un alumno del montón. No los culpo. Llevo cuatro años en la universidad y aun me siento como si fuera un cachimbo de pelo rapado. Recuerdo que en el colegio era un alumno diferente a lo que ahora soy, no sé cuándo cambié, o tal vez nunca lo hice. En la universidad me siento mal, me siento encarcelado a los estudios, me siento como un pájaro amarillo en una gran jaula con barrotes electrocutados.
Mis padres siempre me dicen que tengo que ser alguien en la vida, que no voy a vivir de zángano siempre, y que tengo que aprender a vivir solo. Yo les digo: “déjenme progresar por mis propios medios, déjenme ser lo que yo quiera, no me obliguen a vestirme de apariencias eruditas, porque es lo que menos quiero”. No me escuchan, nunca lo hacen. “Queremos lo mejor para ti”, me dicen. Lo mejor para mí sería largarme de esta casa, pienso.
Hoy, Giacomo, un amigo con el que empecé la carrera, me ha invitado a jugar una pichanga con mis demás compañeros. “Anímate, te vas a divertir”, me ha dicho. Accedí y quedamos para las siete en una canchita cercana a mi casa.
Giacomo va bien en la universidad y cada que puede me echa una mano con algún curso. Es un buen amigo y nunca podría negarle un favor, ni él a mí. Somos como hermanos, nos conocemos bien, nos escuchamos, nos queremos y, de vez en cuando, nos fumamos un par de porros juntos.
Cuando llegué a la cancha él ya estaba calentando. “Hoy la vamos a romper”, me dice con tono airoso, y yo le sonrío, asintiendo. Me pongo mis zapatillas rojas de fulbito, que casi nunca uso, y comienzo a tocar el balón, a reencontrarme con él. Giacomo y yo, que estábamos en el mismo equipo, íbamos a jugar en la delantera. El partido empezó y al principio yo sólo trotaba y devolvía pases a mi amigo, pero conforme fue corriendo el tiempo, fui adentrándome en el juego.
Pasados treinta minutos, el partido iba tres a tres, con Giacomo como goleador de nuestro equipo. El juego iba aumentando en emoción, pues nadie nada una bola por perdida. Los ‘carajos’ y mentadas de madre se escuchaban cada vez más. Cuando el partido estaba a punto de culminar, Giacomo cogió el balón y mediante unas gambetas casi ‘maradonianas’ se sacó a tres de encima y me pasó la bola, yo corrí hacia el arco contrario, hice una pared con Giacomo, quien me la devolvió de cabeza, salté e hice una ‘chilenita’ que terminó con el balón dentro de la portería. Un golazo. Y lo grité con todo, abrazando a mi amigo. Ganamos cuatro a tres y prometí volver la semana siguiente.
Cuando me dirigía devuelta a casa, miré la gran luna que se extendía delante de mí y me sentí libre nuevamente, me sentí volar, y pensé que no importaba si iba mal en la universidad o si los profesores me consideraban uno más del montón, total ¿qué más puedo pedirle a la vida mientras pueda hacer una pared con Giacomo y meter un gol de ‘chilenita’?
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