El celular sonó. Era Javier pidiéndome cien soles prestados. Yo accedí y quedé en dárselos al día siguiente, en clase de redacción, el curso más difícil de la carrera que estudio.
“La próxima semana te pago”, me dijo Javier cuando le di el dinero. “Más te vale”, le respondí, y entramos al aula donde la profesora Julieta Monroy empezaba a dictar la clase.
Tres horas después, ya en mi casa y sentado frente a mi laptop, me encontraba revisando noticias. Luego decidí abrir mi perfil de ‘facebook’ y me di cuenta que la profesora Monroy acababa de crearse una cuenta en esa red social. Casi sin pensarlo, la agregué como a amiga.
Pasaron casi veinte minutos antes de que me aceptara. Cuando lo hizo, ingresé a su perfil y pude ver fotos de su esposo, de sus hijos y de su madre. En cada pie de página se podía leer: “las razones de mi vida”. En todas, incluyendo la foto donde ella salía sola, puse “me gusta”.
Dos semanas después, Javier dejó de ir a clases y no contestaba su celular. Un día decidí ir a visitarlo a su casa para cobrarle mi dinero, pero su madre me dijo que él había viajado a Colombia. Regresé a mi casa, entre a mi perfil de ‘facebook’, escribí “J” en el buscador y cliqueé la primera opción. “Eres un cabrón, dijiste que me pagarías en una semana, chucha tu madre”, escribí en su muro. Luego, sintiéndome un poco mejor, apagué mi laptop y me fui a dormir.
Al día siguiente, antes de empezar la clase de redacción, la profesora Monroy se me acercó y me dijo: “Tengo que hablar con usted, salga un momento”, lo dijo apretando los dientes y casi sin mover los labios.
Ya en el pasillo, fuera del salón, me dijo: “Un alumno con tu vocabulario no merece pasar mi curso. Quedas fuera, y agradece que no me quejaré ante el consejo de facultad. Coge tus cosas y lárgate”.
Entonces comprendí mi error. Saqué mis cosas y fui a casa.
Sentado nuevamente frente a mi laptop, no sabía si llorar o reírme. “Malditas redes sociales”, pensé, y desactivé mi cuenta.
Daniel Guerrero
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