Papá, un primo lejano y yo fuimos de campamento la semana pasada. La verdad, yo no quería ir, pero papá me obligó y terminé sentado en la parte trasera de la camioneta. Mi primo lejano se llamaba Hans y tenía veinte años, yo no lo había visto nunca antes, pero papá parecía conocerlo muy bien, pues durante el camino iban riendo y conversando sobre anécdotas.
De pronto, en una parte de la carretera, papá se detuvo frenéticamente. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Hay un burro muerto en el camino, tenemos que quitarlo para seguir”, me respondió. Yo miré por la ventana y comprobé que, en efecto, un asno estaba tendido sobre la carretera, tenía los ojos cerrados y la lengua afuera, seca. “Ayúdenme a moverlo”, exclamó papá, entonces Hans y yo bajamos de la camioneta. Afuera hacía frío, pero el frío quedaba de lado por el asqueroso olor a caca que emanaba del cuerpo del burro. “Apesta”, gimió Hans. Y yo asentí tapándome la nariz. “Ya, ya, pero hay que sacarlo del camino. Hans, coge la cabeza. Hijo, ayúdalo, yo tiraré de las patas”, dijo papá, y empezó a arrastrar al animal.
Me agaché y tratando de tapar mi nariz con un brazo, empujé la cabeza del burro con fuerza. Mientras lo hacía, me fijé en su mirada y pude ver que el animal había estado llorando o algo parecido, pues tenía los ojos húmedos. “¡Empujen fuerte carajo, que yo estoy cargando todo el peso!”, gritó papá, que estaba con la cara roja por el esfuerzo que estaba haciendo.
Cuando ya estaba casi fuera de la carretera, inesperadamente el animal abrió los ojos y empezó a rebuznar. Hans cayó hacia atrás asustado y yo corrí a meterme en la camioneta gritando: “¡Está vivo, está vivo!”. Luego papá se acercó a la camioneta y buscó algo en el asiento delantero. Sacó un arma de la guantera y se dirigió al animal. “¿Lo vas a matar papi?”, le pregunté. “Sí, es un burro viejo y está sufriendo, acabemos con su dolor rápidamente”. Apuntó con el arma al animal y disparó. “Buen tiro”, dijo Hans, y entre los dos terminaron de sacarlo de la carretera.
Después de sacudirse el polvo, papá y Hans subieron a la camioneta. Cuando estábamos a punto de encaminarnos, escuchamos un ruido y nos dimos cuenta que increíblemente el animal se había parado y corría desesperadamente hacia los lejanos campos. Los tres estuvimos en silencio por casi cinco minutos, hasta que el burro se perdió de vista. “No fue un buen tiro, papi”, exclamé. Papá puso en marcha la camioneta y continuamos nuestro camino.
Daniel Guerrero Barragán
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