sábado, 17 de agosto de 2019

Puchis


Llevaba un buen tiempo sin salir con nadie. Es decir, con ninguna chica por la que sienta atracción. En el primer año soltero había salido con amigas y amigos a discotecas, bares, antros de mala reputación, al cine, a obras teatrales y a restaurantes de toda clase. Pero había pasado casi un año sin tener una cita con una mujer que me gustara mucho. Y vaya que Kati me gustaba. La conocí haciendo cola en el Banco de la Nación, un lugar donde te puedes demorar hasta una hora esperando para realizar un nimio trámite.


Ella estaba delante de mí y al inicio ignoré su presencia. Pero el sonido estrepitoso de su teléfono me hizo fijarme en su nuca. Tenía un tatuaje con forma de mariposa justo detrás de su cola de caballo. A penas el guachimán la observó revisando su celular, se le acercó a indicarle que lo apague, y la chica en lugar de responderle, volteó, me miró y me dijo por fa, me cuidas el sitio, respondo la llamada y vengo al toque. Y salió corriendo. Recién allí pude verla con más claridad. Llevaba una blusa amarilla, jeans azules y zapatillas blancas. Sus ojos oscuros saltaban a la vista en medio de su piel café, su boca de pato y sus incontables pecas. Tenía un cuerpo contoneado y sus pechos resaltaban por demás.

Pasó un rato y la cola no avanzaba, hasta que la chica regresó. Su piel lucía brillosa por el calor y su pelo se había encrespado por el viento. Me miró y me dijo gracias chico. Yo solo atiné a sonreír y decir gracias. Me miró de nuevo, esta vez sorprendida. Y por qué me agradeces me dijo. Y yo de nada, quise decir de nada. Entonces ella soltó una carcajada y recién ahí me di cuenta que tenía brackets. Y qué trámite vas a hacer me dijo. Voy a recoger un cheque de un trabajo que hice para el Estado. Y ella ah, vas a estar forrado. Sonrío pero en el fondo me avergüenzo y me atemorizo porque ella habló muy fuerte y temí que el resto pudiera escuchar y también temí porque pudo haber un marca oyendo que saldré del banco con dinero. Y tú que vas a hacer, le dije, desviando la conversación. Voy a recoger la pensión de mi abuela, tengo una carta poder, y me enseñó un papel con muchos sellos y muchas firmas.

De pronto en un desorden desde el fondo de la cola me empujaron y sin querer choqué con la chica y sentí sus pechos. Ya me fregué, pensé. Ahora llama al guachimán y me acusa de mañoso. Kati me miró fijamente y lejos de mostrar estupor sonrió y me dijo, medio mañoso eres, ¿no? Y yo me reí. No sino, que me empujaron, repliqué. Y cómo te llamas, me pregunta. Javier, le digo, y tú. Yo Kati, responde. Y qué trabajo le has hecho al Estado, si se puede saber, me preguntó. No me incomodó su pregunta. Pude notar que Kati tenía un brillo único y sus muecas eran muy simpáticas. Mis pulsaciones aumentaron. Me imaginé que esta pequeña relación quizás podía llegar a un buen puerto. Les he hecho un trabajo de consultaría en comunicación, le cuento. Ay, qué bonito, o sea les han enseñado a hablar, me dijo. Al inicio pensé que era una broma pero luego vi que no se rio y le expliqué que no, que soy comunicador y que me dedico hacer ese tipo de trabajos en organismos estatales, pero noté que mi explicación le aburrió y concluí con un bueno, en resumen sí, les he enseñado a comunicarse. Sonrió.

Entonces eres comunicador, me dijo. Yo iba a estudiar esa carrera pero finalmente me decidí por contabilidad, lo mío son los números, añadió. Ahorita estoy trabajando para la Sunat pero solo a medio tiempo, mientras hago mi tesis, me contó. No habló con torpeza, más bien lo hizo con naturalidad y sutileza, pero percibí en su voz una cierta demanda por tener mi aprobación o mi asombro. Qué regio, le dije. Y me preguntó, ¿regio? Y le dije Esa palabra la usa mi jefa y la odio, me dijo. Entonces no supe qué decir. Dudé entre si disculparme o no, y finalmente decidí cambiar de tema. Qué cola de mierda, dije, mientras levantaba mi cuello y verificaba que aún faltaban aproximadamente cuarenta personas para que me atiendan.

Tras esa fugaz conversación, y en un gesto de coquetería impropia en mí le pedí su número, a lo que ella, casi sin chistar, respondió con un ok, y me lo dictó. Al poco rato le hablé por WhastApp y me respondió con muchos emoticones y caritas sonrientes. Conversamos, nos reímos, le mandé muchos stickers y ella me mandaba audios e incluso vídeos contándome lo que hacía durante el día. Conversamos por dos semanas por esa aplicación hasta que decidí invitarla a salir.

Quedamos un sábado por la tarde y, como sabía que era algo especial –yo la había llenado de elogios y le había tirado los tejos hasta por demás- me arreglé lo mejor que pude. Una parte de mí estaba ilusionada y hasta puse canciones de Coldplay mientras me ponía mi pantalón café oscuro, mi camisa celeste y mis zapatos Lacoste. Salí de mi casa envuelto en una nube de perfume y tomé un taxi. No podía evitar sentir una mezcla de nervios e ilusión conjugada. Esa tarde hasta el taxista calvo bigotón con cara de buldog me parecía buena onda.

Pero todo cambió cuando llegué al parque donde habíamos acordado encontrarnos. A diferencia de mí, que me demoré casi una hora alistándome, parecía que Kati ni se había lavado la cara y estaba somnolienta, con ojeras y despeinada. Sin embargo, ni eso, ni que llevara puesta una falda desteñida y un polo con la marca LG en el pecho fueron lo peor: lo más llamativo es que cargaba en su destacado pecho un perro chihuahua flacucho y ojón. Te presento a Puchis, me dijo.

Ahí entendí todo. Por más piropos cursis y por más interés que yo había procurado mostrar en Kati, ella ni se había imaginado que esa salida era para mí una cita. Y no cualquier cita. Mi primer cita después de un año. Oye, tú te vistes bien elegante ¿no?, me dijo cuando ya estábamos sentados en una banca mugrienta viendo cómo Puchis se cagaba y se revolcaba en el pasto. Sentí que la magia que había nacido en esa cola en el Banco de la Nación se había esfumado. Gracias por acompañarme a sacar a pasear a Puchis, eres buen amigo, remató.

Tuve que salir de allí casi de inmediato. La cita con la que soñé y con la que me ilusioné había sido un desastre. Obviamente, exageré. Entendí que no puedes ilusionarte con alguien a quien nunca has tratado personalmente más allá de haber tenido un pequeño momento en la cola de un banco y que usar cursilerías en una aplicación no es garantía de nada. Terminé el día tirado en el mueble comiendo un arroz chaufa y mirando un documental sobre perros chihuahuas.



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