jueves, 13 de junio de 2019

Amores fugaces



Amores fugaces

Desde que me quedé sin carro, he vuelto a usar el transporte público. Ha sido un tránsito complicado, apesadumbrado y chocante. Ha regresado esa sensación que no tenía desde el colegio, cuando tomaba un carro para ir y regresar a mi casa. Nuevamente he sentido esa impaciencia latente cuando el colectivo demora en llegar o pasa muy lleno para mi gusto. He vuelto a aprender a pagar con sencillo, “asencillar” al cobrador, avisar con tiempo el lugar donde voy a bajar, levantar la voz para gritar: ¡Paradero baja! Y tratar de rozar en lo más mínimo con gente extraña que muchas veces me da mala espina.

Pero no quiero pegármela de pituco ni mucho menos. No soy adinerado y eso lo dejo claro. Por eso pienso que un aspecto positivo de ir en combi o colectivo es poder disfrutar del paisaje urbano, muchas veces minimizado por los naturalistas. He aprendido y me enriquezco viendo todos los días la jungla de cemento que atravieso entre trancazos y semáforos en rojo, donde puedes cruzarte con locos pomposos, colegiales maleducados, tamaleras, hemolienteros,  peatones que caminan como zombis, venezolanos vocingleros esparcidos en las calles pidiendo dádivas, limpiadores de parabrisas zalameros, guachimanes fumadores, vendedoras de tiendas con ropa muy ajustada, “llamadores” en improvisados paradores, policías parlanchines,  y choros camuflados, de esos que se paran en las esquinas a esperar una incauta presa.

Pero además de eso, he vuelto a vivir ese enamoramiento breve que se da cuando conectas con alguien desconocido que se sube en la combi y se sienta al lado o frente a mí. Me pasa desde el colegio, lo juro. Me subo a un colectivo y zas, allí está, puede ser una chica de test clara u oscura, de mirada vibrante. Puede o no usar lentes, pero si los usa son de gruesa montura, tiene el cabello oscuro o castaño, laceado o revuelto por el viento, usando nimia falda o jeans azules, calzando zapatos altos o zapatillas. Me mira, la miro. Sonríe, sonrío. Nos hacemos “ojitos” y vamos juntos, muy juntos, prácticamente pegados. Más yuxtapuestos todavía cuando se sube otro pasajero al lado y nos obliga a someternos a la orden del cobrador, que con voz chirriona nos grita: “¡Apéguense!”. En el camino mi imaginación empieza a hacer lo suyo. Alucino que le hablo, que me deja su número de WhatsApp y luego empezamos a conocernos,  salimos a comer, también salimos al cine, nos vamos de paseo a Huaraz, y luego estamos casándonos, y ella está dando un discurso frente a nuestros amigos y familias contando que nos conocimos en una combi y haciendo que todos se rían y la amo, en ese momento la amo como nunca he amado a nadie. Pero de pronto un bache en el camino hace que todos en el micro demos un brinco y yo despierte de mi sueño entrañable y toque mi cara y note que, carajo, de verdad estoy sonriendo, y confirmar que efectivamente, tal como dice mi padre, soy un huevón. La realidad llega de golpe cuando alguno de los dos bajamos, y tengo que darle permiso mientras pienso “adiós mi amor, suerte en tu vida”, sin siquiera mirarla, porque temo que si me mira a los ojos quizás pueda adivinar lo que pienso. Y así todos los días. O casi todos. Toparme con estos amores fugaces a diario, imaginar una vida con estas chicas, y luego dejarlas ir como quien lanza una minúscula piedra al río y deja que las aguas se la lleven lejos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario