viernes, 13 de diciembre de 2013

Bohemia (1)

A pesar de haber cerrado hace ya más de cinco años, el viejo cine Primavera no ha dejado de ser un cine. Aún conserva en sus salas las butacas verdes, rotas, mugrientas, las de antaño. Pero ahora no son más que sitios descoloridos, luminosos, que se se han perdido en el tiempo. La boletería ha sido clausurada, y los lugares donde iban los afiches para las películas han sido convertidos en espacios publicitarios para sectas religiosas, que ruegan piedad y amor a un Dios que solo ellos conocen, a un Dios que no sabe nada de cine.
Aún en la entrada se pueden oír las voces de los cinéfilos más asiduos, de las familias excitadas por la película nueva, o de los solitarios artistas, los que gustan ir y analizar fotograma por fotograma, escena por escena, cada cinta. Aún en cada rincón pueden oírse los besos ásperos de los novios añejos, y los besos apasionados de los primerizos, de los enamorados.
Las luces de enfrente se han apagado ya hace mucho, pero el cine no ha muerto: lo han enterrado vivo. Lo han enterrado junto a cientos de proyectores enrolados en guiones polvorientos y plegarias ciegas.
El olvido del mundo moderno acabaron con él, y es hora ya dejarlo ir, de destruirlo, de darle la última escotada, de matarlo por fin. Porque la historia que se escribió en sus salas merece tener un final feliz.

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