sábado, 12 de noviembre de 2011

En: "Cosas que pasan"

Ella me dijo: “Córtate el pelo amor, te vas a ver más decente”. Yo, exasperado, le respondí: “A la mierda la decencia, me gusta mi pelo largo”. Luego la besé con pasión.
Ella es mi pituca, mi chica, mi amor. Su futuro es incierto, al igual que su pasado. Al igual que su chico, osea yo. Ella me besa la boca, los dientes, la nariz y las orejas. Lo hace con delicadeza y maestría. Yo la miro cuando me besa. Me gusta mirarla. Me gusta sentir que es mía y de nadie más, al menos en ese momento. Creo que la amo.
Ayer por la noche, mientras nos besábamos desmesuradamente, un gato negro se posó en mi ventana. Ella gritó del susto y yo la abracé. No la abracé porque quería que se sintiera segura, sino porque yo tenía más miedo que ella. El gato era grande, muy peludo, y estaba terriblemente sucio. Seguramente era uno de esos gatos negros que andan por ahí molestando a la gente, avizorando mala suerte y provocando alaridos de susto y terror. Tenía los ojos grandes, enormes, clavados en los pechos de mi chica. “Arrecho”, pensé. Luego le dije a mi chica: “Te está mirando los pechos, seguro los quiere arañar”, y ella, poniendo cara de molesta, me tiró un manotazo en la cabeza.
Casi veinte minutos estuvo el gato en la misma posición. Ella y yo lo mirábamos a él, como esperando que haga algo. Luego, y sin cambiar la expresión de su rostro, miró hacia la derecha, y se fue dando saltos.
Esa noche dormimos abrazados y con la luz prendida.
La semana siguiente, y ante mi sorpresa, ella me terminó. Lloré, pues la quería mucho. No me dio razones, sólo me dijo que era lo mejor.
Esa noche, cuando llegué a casa, fui a mi armario, saqué el revólver antiguo de mi abuelo y fui en busca del gato maldito. El gato que había sentenciado mi suerte en el amor.

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