Hace algunas semanas, mi papá me compró un perro. Después de dármelo, me dijo: “Ponle un nombre creativo, tanto te gusta la publicidad, lúcete pues”. Luego me miró acaloradamente y me entregó el cachorro, que aullaba de hambre, o de frío, o de miedo. Yo estaba confundido. Con el perro en los brazos me quedé ahí parado, estático. Luego fui a mi cuarto y tiré al animal en la cama. Cogí un libro y me eché a su lado. Estaba tan concentrado leyendo que tardé más de una hora en darme cuenta que el perro se había orinado. Le pegué un manotazo en la cabeza, lo tiré al piso y con trapo medio gris, lavé la sábana y el cubrecama.
El perro no tenía ni un día conmigo, y ya lo estaba empezando a odiar. No se quedaba quieto, a pesar de tener las patas pequeñas, avanzaba rápido y se escabullía como rata. Yo lo cogía del lomo y lo regresaba a su sitio. Pero la operación empezó a molestarme cada vez más y más, hasta que me harté y lo metí en el canasto de la ropa sucia (que estaba vacío). “Escápate ahora pues, cojudaso”, pensé.
Al principio no sabía qué darle de comer, y cuando le pregunté a mi padre me miró de reojo y me dijo: “Las sobras pues huevón, qué mas”. Así que empecé a quedarme hasta que todos acaben de almorzar y cenar para recoger las sobras y dárselas al canino.
Una semana me pasé dándole sobras al perro. Una semana en la que el perro fue empalideciendo poco a poco. Su pelo se volvía más tieso, y sus ojos se habían hinchado notablemente.
Un día decidí sacarlo a pasear. Cogí un cordel de colgar ropa, se lo amarré al cuello y traté de jalarlo hasta el parque de Villarreal, que quedaba cerca de mi casa. Cuando mi padre me vio salir con el perro, me preguntó: “¿Qué es eso que le has puesto en el cuello?”. Luego se acercó y espantado me gritó: “Huevón, lo vas a ahorcar. Sácale esa pita, huevón eres”. Le obedecí, le saqué la pita al perro y lo dejé en su canasto. Ya en la noche, mi papá me dio veinte soles. “Mañana en la mañana le compras una correa y comida al perro, no se te vaya a morir”.
No fue difícil encontrar lo que el perro necesitaba, es más, me sobró dinero y pude comprarme un par de helados de fresa. Cuando llegué a casa, le dije a Norma, la mucama, que prepare la comida para el perro. “Porque soy un burro preparando comida, sino mira al perro”. Norma miró al perro desnutrido y me dijo: “Bien malo eres, mira como lo tienes al pobre animal”.
Luego fui a mi cuarto con el perro en los brazos, lo dejé en el piso, cerré la puerta para que no se escapara y me tiré en la cama a dormir. “Hay que ganarse la vida”, pensé.
Cuando me desperté era ya de tarde, y el calor amenazaba con seguir aumentando. Encontré al perro mirándome con las orejas paradas y la lengua afuera. Su cola se movía tan rápido, que producía una leve ráfaga de viento. De pronto, lanzó un ladrido. Tengo que admitirlo, al principio tuve miedo, pensé que quería morderme y vengarse de lo mal que lo había alimentado. Pero lo miré más fijamente, y me reí de mi mismo. Qué podría hacerme un cachorro.
Lo dejé encerrado mientras iba a la cocina por comida. No encontré nada, y me estómago rugía de hambre. Empecé a buscar como loco algo de comer, lo que sea, una manzana, un pan, ¡algo!, pero no había nada en esa maldita cocina.
Como por arte de magia, mi mirada se posó en un tazón pequeño que estaba al lado de las ollas recién lavadas del almuerzo. Sin pensarlo, quité el mantel que cubría su contenido y vi que había una especie de cereal que había sido combinado con leche fría. Dominado por mi hambre voraz, cogí una cuchara y comencé a tragarme la comida.
No sentí cuando Norma entró en la cocina, y demoré casi cinco minutos en darme cuenta que me había preguntado: “¿Qué haces comiéndote la comida del perro?”. Yo iba a meterme otra cucharada en la boca cuando reflexioné sobre la pregunta. La miré, luego mira el plato, y tiré la cuchara, maldiciendo mi suerte.
Fui al cuarto con el tazón en la mano, y le entregué a mi mascota lo que quedaba de su comida. Me senté al borde de mi cama mientras lo observaba tragar. Después de todo, yo era muy parecido a él. Si había comida, comía, sino pues no. De pronto sentí que empezaba a querer al animal.
Luego lo abracé, lo puse entre mis piernas y le empecé a acariciar su pancita. El perro parecía sonreír de la emoción.
Mi padre entró inesperadamente y me dijo: “¿Y qué fue, le pusiste nombre al perro?”.
Yo lo miré detenidamente, luego miré al perro que también me miraba, como entendiendo que estaba a punto de ser bautizado. Sin levantar la mirada exclamé: “Sí, se llamará Perro”.
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